Imagen Latente, de Pablo Perelman
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Es bueno recordar que esta película fue un acto de coraje inédito hasta ese momento en Chile. El tiempo transcurrido puede hacernos olvidar que fue hecha en las postrimerías de la dictadura y que su tema era un desafío abierto para las autoridades de aquel momento, que lógicamente la prohibieron. Pero el cine no se hace sólo para el presente, sino que para tender un puente entre lo que fue y lo que viene. ¿Resiste Imagen latente después de más de dos décadas?

Es indudable que resulta bien anclada en la realidad de la que surge y que sigue siendo una válida ilustración de un período en que los signos del cambio se manifestaban cada vez en forma más abierta. Ya por eso la película es insustituible como expresión de una época. Si nos ponemos a exigirle valores estéticos, la cosa cambia bastante y francamente la simpatía que el tema pueda despertarnos no puede disimular las dificultades narrativas que la película tiene. Y no son latentes, son bastante manifiestas.

La historia, que es siempre lo que nos convoca a la hora de ir al cine, es altamente emocional y no admite medios términos. Después de todo nadie puede negar la barbaridad de los desaparecidos, un crimen nefasto para cualquier sociedad, más allá del color ideológico del que provenga semejante horror. El problema puesto en pantalla no puede sino remover conciencias y provocar indignación moral. Curiosamente la película no logra removernos ninguna certidumbre y sólo confirma lo que ya sabíamos, pero lo hace ideologizando el drama, reduciéndolo a un “militar o no militar”, que puede ser algo completamente ajeno a las disyuntivas del 99% del público.

Por ahí la aventura parte cojeando, pero peor se pone cuando la intelectualización alcanza el nivel del discurso verbal entre los personajes, impidiendo la mínima posibilidad de comprender las relaciones emocionales que llevan al protagonista a hacerle caso a un militante tan insoportable como el que encarna Gonzalo Robles, o las razones que sostienen su matrimonio. La facilidad con que se acuesta con otras mujeres, sus pensamientos verbalizados, su capacidad para beber y para fumar como turco, para decir garabatos y gritar angustiado, no logran convencernos de que a ese hombre le suceda algo realmente importante. Al final nada sabemos de su mundo interior,  ni lo que será de él, porque al cineasta le ha faltado distancia y perspectiva narrativa para interesarnos en un problema que, afortunadamente, no es el nuestro. Sobran en vez argumentaciones ideológicas y personajes borrosos cuya funcionalidad en el relato suele ser precaria o directamente confusa, como el que interpreta Jorge Gajardo, aparentemente un infiltrado cuyas acciones no tienen mayor relieve para el desarrollo de la intriga.

La extraordinaria actuación de Gloria Münchmeyer es el único momento en que lo que vemos viene superado por lo que se sugiere. Y aquí Imagen latente se encumbra para conmovernos sin recursos pensados, ni golpes bajos. Basta esta escena para justificar todo lo demás y hacernos sentir, antes que explicarnos, las dimensiones de un verdadero drama.

La solvente corrección formal de la realización y su esmero productivo salvan la empresa de sus escollos más evidentes, permitiéndole envejecer con la dignidad de su demostrado coraje. Que no logre conmovernos más allá de su anécdota es también producto de las difíciles circunstancias en que se originó, aquellas que imponían la utilidad inmediata, la protesta frontal y la denuncia.