¿Cómo fue la experiencia de participar y vencer en Fidocs?
-Fue intensa. Uno cuando está mostrando una película en un festival que se desarrolla en el lugar donde uno vive es difícil participar más entonces, para mi mala suerte, no pude ver muchas de las películas que estaban en competencia. Cuando uno va a un festival fuera de su ciudad o su país uno puede ver todo porque está dedicado a eso, pero estando acá entre la vida diaria, estar sacando la película e ir a las funciones donde se está mostrando es poco el tiempo que queda. A pesar de eso sé que había muy buenas películas que estaban mostrándose y me quedé con muchas ganas de verlas.
Ahora, el Festival Internacional de Documentales tuvo además una cosa muy interesante este año que tiene que ver con el festival del Bicentenario, muy dedicado al trabajo de la memoria que es algo a lo que nosotros, como nación, constantemente le estamos haciendo el quite. Quizás ayudó la muestra que hubo dedicada a Patricio Guzmán, por ejemplo, u otros documentales que se acercaron a lo que es nuestra historia en los últimos 50 años. El edificio de los chilenos, también tiene de eso. Cuéntanos cómo la sitúas dentro de ese contexto.
-Bueno, sin duda es un trabajo sobre la memoria, que intenta ir más allá en cosas que a mí me interesaba hablar, que tiene que ver con las relaciones entre padres e hijos, con las contradicciones que se generan ahí. Es la historia de un proyecto de vida comunitaria que los militantes del MIR hacen para dejar a sus hijos en el momento en que se decide la “Operación Retorno” a fines de los años ’70 y esos militantes tienen que volver clandestinamente a Chile. No había lugar para dejarlos porque cada uno estaba resolviendo de manera individual qué hacer con sus hijos, si dejarlos con familiares, etc…
Y expliquemos que volver clandestinamente significa volver a la resistencia, a un Chile muy hostil, y por lo tanto no podían venirse e instalarse tranquilamente en una casa.
-No, obviamente que no. La película no cuenta eso, no cuenta qué vinieron a hacer esos padres a Chile. Todos de alguna manera sabemos que venían a combatir la dictadura de Pinochet y que eso se hacía desde distintos lugares. Por ello tener a los hijos en esas condiciones era un peligro. Habían empezado a resolver de manera individual qué hacer con los niños, pero ya existía un movimiento de mujeres interno dentro del MIR bastante fuerte en el exilio, en relación al tema del feminismo que en ese entonces era muy fuerte en Europa. Ellas plantean que quieren volver a Chile y participar también de esta decisión política y por lo tanto no pueden volver con los hijos, pero al mismo tiempo se planteó que la solución no podía ser individual. En ese sentido, si había una decisión política colectiva, tenía que haber también una respuesta colectiva al tema de los niños. Entonces empiezan a juntarse y de ahí surge esta idea de hacer un proyecto de vida comunitaria, que en un inicio se intenta hacer en Francia, buscando los recursos, pero no existía ninguna seguridad sobre lo que pasaría con ellos acá en Chile.
Y tú eras una de esos hijos…
-Yo soy una de esas niñas. Mi madre volvió en forma clandestina, y mi padre nunca salió de Chile, se quedó en la clandestinidad desde el Golpe de Estado. Bueno, entonces se hace este proyecto donde se invita a distintos militantes que estaban también en estos países a participar como padres sociales. A los que no se venían a Chile se les ofrecía participar de esta manera. Primero se intenta hacer en Europa, pero financieramente no era posible, por lo tanto se le pide ayuda a un país que había prestado hasta entonces muchísima ayuda, que era Cuba, y ellos dieron la posibilidad de que nos fuéramos todos para allá. Nos dan un edificio donde estuvimos viviendo durante cuatro años. Ahí vivíamos en familia, con los padres sociales. Algunas eran madres de varios hijos y por eso no podían volver, así que se hacían cargo de varios más. Yo tenía ocho años, el grueso de los niños tenía entre seis y diez años. Pasamos por ahí cerca de 60 a 80 niños. El documental es la historia de este proyecto contada en primera persona. De alguna manera, uso mi historia personal para vincular todo esto porque la idea no era sólo traspasar la historia sino las consecuencias que esto tuvo en la relación entre padres e hijos, en este nuevo cambio de paradigma a partir de los años ’90, cuando estos padres se tienen que volver a integrar a una sociedad que no era la que ellos habían querido transformar y reencontrándose con sus hijos también. La película cuenta la historia del proyecto y hacia el final cuenta cómo se resuelve.
Es una historia muy privada y al mismo tiempo es la historia de nuestro país. Es una película en donde tú como directora y como protagonista te expones muchísimo. ¿Cómo fue ese ejercicio?
-Fue difícil. Yo partí con la idea de que quería contar esta historia del Proyecto Hogares porque desde que estudiaba sabía que era la única historia que quería transmitir, aunque cuando comencé no tenía tan claro que esto tenía que ser en primera persona ni que tenía que conducirlo yo. Eso lo empezó a dar el desarrollo del proyecto y la mirada externa también, o sea, el espejo de que este proyecto como película era posible de realizarse siempre y cuando yo me hiciera cargo de que lo que estaba contando lo había vivido yo. Eso en un primer momento fue muy duro de asumir, pero lo más difícil durante todo el proceso en que hicimos la película fue ir logrando en los distintos momentos el equilibrio entre esa voz, que es el vínculo narrativo de toda la historia, y la historia colectiva, porque es de muchos, no sólo mía. Sin embargo, mi historia personal entregaba muchos elementos que eran comunes a todos como para poder vincular. Hubo cosas que fueron apareciendo en el camino y que tuvimos que ir tomando, como por ejemplo lo que pasaba con estos niños no sólo al empezar el proyecto sino de dónde venían, cuál era su realidad. No es lo mismo un niño que ha vivido toda su vida al alero de sus padres a uno que nació en una cárcel, que vivió la represión desde pequeño, que vivió todo lo que significó el exilio. Por lo tanto, toda esa etapa no era colectiva sino que individual. En mi vida personal había elementos que ejemplificaban bastante bien la realidad y el contexto político en que estábamos viviendo esto.
Esta es una historia en Chile de entonces no se conoció, pero de la que después tampoco se ha hablado mucho ¿Cómo han sido las reacciones que tú has percibido, de la gente que no sabía?
-Bueno la existencia del proyecto en el momento en que se desarrollaba era bien poco probable que fuese conocida porque nosotros como niños de alguna manera también estábamos clandestinos. Pero claro, esto tiene que ver con un ejercicio de memoria. En el momento en que cada uno de nosotros de manera individual, ya no colectiva, tiene que integrarse a esta sociedad, lograr un lugar, hacer sus vidas, volver a generar vínculos afectivos con sus padres, con sus familias, con un entorno, etc., es muy difícil hablar de eso hacia atrás. Generalmente lo que ocurrió es que la mayoría de nosotros hicimos una vida nueva, que nada tenía que ver con lo que nosotros habíamos vivido y, por lo tanto, muy difícil de contar también. La mayoría tenía la sensación de por primera vez estar hablando sobre esta historia, incluso entre nosotros, no con alguien externo.
¿Y cómo fue ese descubrir, reconocer, y ver el documental, el objeto final?
-Bueno, todavía no he tenido la posibilidad de recoger mucho lo que ha ido pasando. Hubo tres funciones en FIDOCS y en la primera intentamos que participaran la mayor cantidad de personas que dieron sus testimonios en la película, pero a la salida todo el mundo hablaba entonces no fue muy fácil dilucidar lo que estaba pasando. En general creo que para muchos ha sido el reencuentro con la infancia, con una memoria de la infancia también, porque la película está llena de imágenes sobre esa vida que tuvimos y por lo tanto reconstruye ese camino. Nosotros partimos juntándonos en Europa, en Lille, después en Lumen, en Bélgica, ahí hicimos viajes juntos. Después llegamos a Cuba y al principio estuvimos unos meses en un lugar que se llamaba Tarará. La película no cuenta todo el periplo porque era muy complejo de explicar, pero instala la idea. Todo eso se va mostrando en esas imágenes entonces a lo mejor para muchos de ellos que tenían una memoria más fragmentada, la película les reconstruye eso. Por ejemplo, mi hermana social más chica, Andrea, tenía dos años y medio, o tres años, cuando nos fuimos y su experiencia entonces fue hasta los seis y, por lo tanto, ella tenía básicamente sensaciones, imágenes, pero no la historia. Acá hay un mapa y eso creo que para muchos ha sido importante. Por otro lado creo que la película más bien abre conversaciones, no se dedica a enjuiciar ninguna de esas visiones. Hay muchas voces que van hablando desde distintos lugares, más internos, más externos, pero no hay un juicio por lo tanto eso facilita el seguir conversando.
Para terminar, ¿por qué es importante esta película? Porque me imagino que el proceso fue difícil en lo técnico, pero además doloroso y expuesto. ¿Para qué crees tú que nos sirve a nosotros verlo?
-Yo creo que el desafío mayor que tenía la película era lograr hablar de la historia de un país pero a través de la intimidad, vincular cosas que no vinculamos normalmente y desde ahí poder conversar sobre cosas que pueden ser cotidiana y mundanas. Relaciones entre padres e hijos existen en todos lados y para siempre, entonces las acciones que emprendemos como padres en relación a nuestros hijos van a generar siempre una consecuencia que a nosotros nos va a costar asumir. Por lo tanto, esa conversación instalada en un marco y contexto histórico, habla del compromiso con el colectivo, con el país, con el intento de cambiar una sociedad y la contradicción que eso genera inmediatamente, porque en ese intento estás dejando lo mejor de ti, a tus hijos. Había un gran desafío: conversar sobre esa contradicción y viajar en la película entre ese espacio íntimo y el espacio social para que pudiera tener una mejor llegada.