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Hubo un tiempo en que nuestro país marchó en primer plano junto con los principales de Sudamérica. En las justas deportivas ocupaba con frecuencia el lugar preponderante. En la mayoría de las veces fué el iniciador y el impulsor de novísimas tentativas en todo orden de cosas. Mientras en las demás naciones de nuestro continente no se pensaba siquiera en la cinematografía, Chile se lanzaba a la producción de películas, y sus obras, dentro de las limitaciones y pobreza de recursos técnicos de la época, conseguía, por lo menos en el tema, un nivel digno de alentadores elogios.

Esfuerzos esporádicos, nacidos de la iniciativa de unos cuantos ilusos de gran carácter y fuerte voluntad, allanaban todos los obstáculos para lograr sus propósitos. En Chile existía el cinematógrafo. Si bien con lapsos de unos cuantos años, la producción cinematográfica tenía siquiera una sombra de continuidad. Son muchas las películas nacionales que el público recuerda aún hoy con agrado, películas donde se daba a conocer lo nuestro, donde el alma del pueblo estaba con todo su candor y toda su bizarría. Eran paisajes nuestros los que se mostraba, costumbres nuestras, aspectos de la existencia cotidiano reproducida con la fidelidad que da el cuidado del detalle minucioso. No podría decirse que se trataba de obras perfectas en su género; lejos de eso: eran simplemente, intentos; pero intentos que tenían ante si un alto propósito y un camino de perfeccionamiento dictado por la experiencia. Si todos los esfuerzos aislados se hubieran aunado y se hubiese conseguido producir sin interrupción película tras película, tendríamos una industria cinematográfica, digna de figurar, en el peor de los casos, entre las primeras del continente.

Pero la producción era un acto de heroísmo y audacia que asombra. Nicanor de la Sotta, Pedro Sienna, son nombres conocidos de todos cuantos han seguido de cerca el desarrollo que tuvo el cine nacional. Pedro Sienna, sobre todo, con menguados recursos técnicos, consiguió realizar obras como «Un grito en el mar«, y a pesar de su excesivo trabajo -director, actor, decoradro-, fué esa película una de las mejores de su tiempo.

Más tarde, Jorge Délano, la persona más versada en cinematografía que existe entre nosotros, lanzó producciones como «La calle del ensueño» y, la última que se ha realizado en Chile, «Norte y Sur«. Esta película no fué y aun tanteo, sino una realidad que llenó de orgullo a todos los chilenos. A pesar de haber sido filmada con elementos técnicos primitivos, se advertían en ella arte y realidad, tema sugestivo, muy alejado, por cierto, de la trivialidad que se encuentra en muchas obras fílmicas de países cuya industria cinematográfica es una de sus mayores fuentes de entradas y donde la pobreza del tema se disimula con los perfeccionados recursos técnicos que posee.

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Con limitados recursos técnicos se creó «Norte y Sur», la última y la mejor película hecha en nuestro país. (Coke, director de la obra, con Alejandro Flores, actor, en un hermoso set criollo construído en el mismo estudio).

Y después de «Norte y Sur«, nada. Es, en realidad, incompresible que todavía no se haya formado una compañía cinematográfica bien cimentada, que no existan personas capaces de arriesgar un capital en una empresa donde todo, absolutamente todo, señala el más definitivo de los éxitos. Y el interés por obras cinematográficas filmadas en nuestro territorio no se limitaría solamente a nuestros compatriotas; los países vecinos, estamos seguros, verían en ello la posibilidad de efectuar un intercambio con su propia producción cinematográfica.

Porque no sólo Argentina se ha lanzado de lleno a esta industria. Brasil instalará sus estudios y ya se han filmado allí, en este último tiempo, varias películas. Venezuela contará dentro de poco con una ciudad cinematográfica. A no dudarlo, la seguirán Colombia, Perú, Bolivia… Imperio Argentina y Florían Rey, actriz y director españoles, se han instalado en Cuba y de allí invadirán nuestro continente con sus películas. ¿Y nosotros?

Nosotros lo tenemos todo: hay directores de experiencia, artistas los hay también; en nuestro territorio, la naturaleza prodigó sus mejores dones: desiertos, valles, bosques, ambiente variado, clima propicio, luz natural para filmar exteriores. Todo, menos personas dispuestas a arriesgar su capital en una empresa de antemano destinada a triunfar.

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«Un grito en el mar», donde Pedro Sienna era no sólo actor sino también director, fué el gran golpe cinematográfico de su época.

Artículo publicado originalmente en:
Revista Ecran, nº303, 10 de noviembre de 1936