En torno a «Valparaíso, mi amor»
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La trayectoria de “Valparaíso, mi amor” en algunos cines de la capital ha sido muy breve. Un mal paso para el cine nacional y, desde luego, una etapa desafortunada para su realizador Aldo Francia, el médico viñamarino que entrega aquí su primer largometraje. Vimos el filme y es un hecho que asistió al realizador la más laudable de las intenciones. Es más, se lanzó, por primera vez, por los caminos del arte comprometido y de reivindicación social, con excelentes intenciones, pero con mucho camino aún por recorrer en el campo del quehacer cinematográfico. 

Si se mide el trabajo del doctor Francia en proporción latinoamericana, no hay duda que resulta un hijo directo del cinema nuovo brasileño y si se le analiza en metro nacional, a pesar de la falta de escuelas y de la tradición interrumpida, ya es posible hablar de un nivel y de un oficio superiores al mostrado en “Valparaíso, mi amor”. 

La producción porteña plantea un problema especial. La sinceridad, amor al prójimo, deseo de ayudar al desvalido, que animaron a su creador, son evidentes. Hay sinceridad en su trabajo, su afán de condena es claro; pero no encontró la forma, el estilo, los mecanismos de realización adecuados para exponer el tema con la debida fluidez, vigor y efectividad. Es posible que resulte absurdo e injusto pensar que la historia – real, sin duda – mostrada por el director, es archiconocida y más que previsible, no sólo en Chile sino, por desgracia, en gran parte del mundo. El talento, la validez, el poder de creatividad de un realizador están, por tanto, en verter ese lugar común en forma absolutamente inédita, capaz de sustraer al espectador del simple rol de acusado o del incómodo papel de quien recibe una amonestación. 

Para que el espectador se concientice de verdad, habría sido menester un proceso de elaboración que está más allá de lo meramente emocional. No bastan las mejores intenciones para paliar algunas fallas notorias de formación cinematográfica. Francia tuvo siempre una marcada inclinación por el cine virtuosístico. En esta gama entregó sus primeros cortometrajes realizados en color y con interesantes búsquedas formales. Aquí se dejó impactar él mismo por el tema y sus proyecciones. Cineasta en más de un sentido autodidacta y teorizante del cine-elite, cine-arte, cine-expresión, su cambio de actitud es positivo, pero no equilibra problemas de vocabulario fílmico. 

La fotografía de Diego Bonacina, de evidente calidad profesional, descubre en Valparaíso de tanta validez como el de tarjeta postal o de propaganda turística. La labor de los actores no fue llevada en forma homogénea y éstos, sin una dirección realmente fuerte y clara en este sentido, incurrieron en detalles de sobreactuación y en otros casos, de toques notorios de total amateurismo. La mezcla de espontáneos y profesionales precisa más que ninguna otra, una mano experta en el realizador. Prueba de ello: la nouvelle vague francesa. 

De este modo concluiríamos que “Valparaíso, mi amor” falló por exceso de sinceridad y falta de mayor solidez formativa. Señala que su director Aldo Francia es un cineasta, ciento por ciento, peor al que falta aún experiencia y etapas menos ambiciosas. No hay duda que consigue proyectar a una actriz como Sara Astica con dignidad, pero el texto que ella debe lanzar resulta muy real sin duda, pero apenas válido en el terreno del arte cinematográfico. Por último, el afán reivindicativo induce al director a ennegrecer los tonos de esta crónica local y con ello no consigue interesar de verdad al espectador. Sin pensar que el cine chileno debería inclinarse por los filmes digestivos, convendría no olvidar sus prejuicios contra lo local y sus pujos snobistas que lo mueven a aplaudir cualquier monstruosidad foránea.