El viento sabe que vuelvo a casa, de José Luis Torres Leiva
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El cine de José Luis Torres Leiva parece moverse sigilosamente y sobre pequeños conceptos. Se ve sencillo, delicado. Pero al comenzar a viajar por los minutos de cada película, al adentrarse a la organicidad de éstas, el resultado está lejos de esa aparente sencillez y quietud, porque lo que finalmente se busca son cuotas de trascendencia, de humanidad y belleza. Torres Leiva es un esperanzado, algo que no abunda en el cine de hoy. Un firme creyente en que el cine aún puede recuperar rastros de hermosura y fuerte humanismo. Y esto ocurre tanto en sus ficciones como en sus documentales aunque, gracias a esta misma estrategia, los límites entre un género y otro son difusos, son amarres para la libertad que busca implantar en su cine.

En El viento sabe que vuelvo a casa es quizás una de sus obras donde esta potente búsqueda es más evidente y efectiva. Por lo mismo, es también una de sus películas más emocionantes. Y por varios factores.

En primera instancia está la elección del cineasta Ignacio Agüero como protagonista o, más bien, detonante de lo que ocurre. Insertándose en las entrañas de Chiloé, Agüero rastrea una vieja historia de amor entre dos jóvenes pertenecientes a castas distintas y rivales. Un amor imposible de la cual nadie recuerda, pero del que igualmente todos algo reconocen o bien, se reflejan en ella. Poco a poco, y gracias a esa actitud aparentemente inocente, pero finalmente punzante de Agüero (que también está presente en sus propias películas), van aflorando historias personales y emociones auténticas.

Porque la gran búsqueda del filme es justamente esa, la autenticidad y en pos de eso va también una estrategia visual que evita en todo momento ser invasiva y maniquea con una cámara que establece finamente las distancias para no interrumpir o modificar el entorno. Así, las imágenes y escenas fluyen, con un montaje que en este caso organiza más que construye un relato. Y de fondo el paisaje, que rubrica esa búsqueda también por algo verdadero, por lo puro. Es esa belleza la que la película busca, pero no de manera impositiva, sino que invita a descubrirla. Y a esto hay que sumar los rostros de quienes pasan por delante de la cámara, que siempre están de la mano de la espontaneidad.

Pero en suma El viento sabe que vuelvo a casa es, finalmente, un retrato no sólo de un pueblo o el rastreo de una vieja historia. Lo que Torres Leiva parece buscar es rescatar un lugar, una forma de vivir y pensar que está en fuerte extinción, en donde la sencillez y la inocencia gobiernan sin problemas, alejados del mundanal ruido citadino. Ahí está su gran valor y lo que más emociona. Es un Chile ya casi desconocido y que no es casualidad que se ubique en una isla, de hecho, uno podría dudar que eso es Chile. La película se convierte en una dispositivo nostálgico de esa inocencia irremediablemente perdida y enterrada. Y claro, todo con la idea de que sólo el cine puede representar ese tipo de emociones.