Sentenciaba Héctor Soto en un texto que el 90% de las películas que valen la pena ver lo son por sus personajes [1]. Se refería a la fuerza, presencia e interés que éstos pueden o no generar en un sujeto expectante instalado en una butaca. Y aunque la aseveración parece implacable y circunscrita a un tipo de cine muy acotado –el convencional, esa tradición cinematográfica fordiana, griffithiana, con la que se crió visual y moralmente Soto– algo de sentido tiene. Sobre todo hoy, cuando la posibilidad de captar la atención de un visionante (atiborrado de estímulos y promesas) y convencerlo de ir a una sala parece una verdadera proeza de seducción.
El Vals de los inútiles es una pieza de lógica documental homogéneamente estilizada, aunque sin por ello pretender adoptar todos los códigos de la ficción. Se construye mediante fragmentos de eventos cotidianos, íntimos o contingentes, asociados al movimiento estudiantil que emergió el 2011. Es decir, acá se evita la entrevista tradicional pero también al archivo (excepto el sonoro), la explicativa narración en off y a cualquier elemento discursivo que no sean hechos en desarrollo con un visible halo de cómplice espontaneidad. Luego, a partir de aquel lúcido y altamente simbólico gesto colectivo de trotar por la educación de forma interrumpida alrededor de La Moneda durante 1800 horas –magistral y poético acto ritual–, se estructura la propuesta en cuestión y sus no pocas posibilidades.
Los realizadores construyen una pieza fiel a ciertas prerrogativas que mantienen con firmeza y solvencia de principio a fin. Esbozan un díptico en base a un evento clave y exploran aristas en torno a dos individuos separados generacionalmente que transitan realidades que podríamos asumir como bien distantes, pero no por ello inconexas, pese a lo dilatadas que se presentan. Tenemos por un lado a un estudiante del Instituto Nacional, algo taciturno, que suele llegar tarde a clases, se dedica a la natación –se sumerge, ¿se evade?–, y a cuyas relaciones más íntimas solo accedemos a través de escuetas conversaciones (o reportes) por celular. Por un carril paralelo se nos instala un apacible instructor de tenis cincuentón, saludable (al parecer fue asistente social), y que si no fuera porque relata –en planificados encuentros– que padeció cruentos apremios ilegítimos durante el régimen militar pasaría por una persona totalmente normal cuya relevancia dramática en pantalla sería nula.
En el cine documental la posibilidad de acceder a espacios no abordados, a revelaciones personales que posibiliten la conexión emocional es clave. Aquí eso surge desde la errática dinámica interna; de algunas conversaciones en el aula en torno a la revolución, las disquisiciones respecto al sentido de la toma y su implementación y desde uno que otro momento tan procaz como genuino. Y es que no estamos frente a una burda idealización ni mistificación de un proceso, ni menos ante un acopio de testimonios edificantes y masticados. Estamos frente a cabros que les cuesta levantarse, que conversan banalidades, que no portan odios heredados ni ansiedades ideológicas anacrónicas. En esta observación la película adquiere su tono pues justamente desde lo pueril nace la sensatez, la fuerza y la justificación de la proclama medular.
Paralelamente, la forma en cómo está desplegada la vivencia pretérita del instructor (conversaciones hechas para la cámara entre él y algún cercano) podría parecer absolutamente gratuita e incluso injustificada si no lo asumimos como la película lo proyecta: la idea y metáfora de la posta. Es decir, nuestro instructor y toda su generación vieron truncados un sueño (o delirio), un anhelo macerado por operadores políticos durante años, que se basaba en materializar un cambio sociopolítico de forma radical que sustituyera las supuestas injusticias y la opresión ejercida por clase social a otra. Eso no se logró, pero algo se aprendió respecto la implementación.
Aquí es donde El vals se ofrece para dialogar con otra película nacional: La Batalla de Chile (que de hecho actualmente está siendo exhibida por el Cine Club de la Universidad de Chile), un tríptico que retrató el debacle de una serie de convicciones, de un discurso asumido en bloque de manera frontal y cabal hasta las últimas consecuencias. Si la Batalla fue el testimonio vivo de una catástrofe anunciada e irresponsablemente fomentada por muchos, el Vals es un eslabón que transita por la idea de las convicciones de masa, sin olvidar que tras aquella ansia hay duda, examinación, raciocinio y la cruel paradoja de que la posibilidad que permite dedicarle tanta energía y tiempo a este proceso existe porque un sistema economicista impuesto permite hoy esa dedicación en cómodas cuotas.
Se podría pensar en una primera instancia, en un sobrevuelo ligero, que El Vals de los inútiles tiene problemas para lograr instalar la emoción. Pero no, El Vals no trabaja desde la emoción tal como se supone debe construirse para acarrear clientes. De toda la fauna de potenciales personajes furibundos y vistosos (abundan y sobran) que podrían haber sido parte de la película, los realizadores escogen a los más complejos, los más inquietantes: un dubitativo y distante estudiante que tiene poco que perder y a una víctima que no lo parece e incluso ha prosperado, hoy reconstruida y despojada de rencor. Ambos están en otro transe, superior, otra etapa; ambos guardan una singular distancia con aquella “emoción” –tanto cinematográfica como social– y posiblemente esa carencia de emoción sea la clave para que confluyan en eso que hoy pueden ejecutar desde la razón desprovista de ese litigio generacional cíclico y monótono…La fuerza de una razón que envuelve, acoge, persuade, logra pero no atropella: esa cierta educación latente.
[1] A propósito de Las Invasiones bárbaras, de Denys Arcand (Una Vida Crítica; 2006, pág. 258).