Transgredir o saltarse los límites genéricos del cine se está haciendo una estrategia cada vez más frecuente. ¿Será documental o ficción? ¿Real o actuado? Es una pregunta que cada vez salta con más frecuencia y hay que decir con fuerza que la respuesta no es importante, lo que vale es lo que provoca. Es un camino atractivo y que pone en vilo las expectativas de espectadores cada vez más engreídos. Pero claro, no es para nada fácil llegar a concretarla.
En el caso de esta película dirigida y escrita por Jerónimo Rodríguez no sólo logra insertar la duda e instalar una historia atractiva, sino que lo hace con una sencillez llamativa, estimulante.
La cinta es el relato en off de una búsqueda. Jorge es la voz, una suerte de alter ego del realizador que se mueve entre Estados Unidos y Chile. Y todo el entramado se desata por una estatua que ve en una película filmada en Portugal. Una estatua cuyo rostro le parece familiar y que cree haber visto hace años junto a su padre ya fallecido en una plaza de Santiago.
Pero a medida que avanza esa búsqueda y los recuerdos afloran, la película se va abriendo a otras líneas, a otros relatos. Jorge navega por su memoria y el propósito finalmente no es la búsqueda de la estatua, sino que eso solo era un chispazo explorativo, un imán de otras historias.
El relato entonces se convierte en un juego y, a la vez, en el reflejo de cómo operan nuestros recuerdos. Y es ahí donde astuta y sutilmente El rastreador de estatuas encara al espectador, porque difícilmente va a generar una conexión con lo se cuenta, pero si con la manera en que se cuenta.
Rodríguez instala una película que finalmente es un dispositivo que refleja la memoria, al lanzar sin parar distintas líneas argumentativas que parecen no tener ningún sentido entre sí, pero que finalmente se van cruzando. Porque ¿qué relación podría haber entre una estatua de un médico portugués, partidos de Chile contra la Unión Soviética y el cine de Raúl Ruiz? El nexo lo provoca justamente quien instala el punto de vista, quien acumula todos esos recuerdos y vivencias, es decir el autor.
Y El rastreador de estatuas confía fuertemente en el cine para llevar adelante tal tarea. No utiliza entrevistas, no configura otros personajes, no muestra otros personajes. No hay primeros planos, ni otras voces, sólo el autor e imágenes de lugares, fotografías, viejas películas, videos de Youtube. Es su forma de decir que lo cinematográfico (esa sucesión de imágenes en movimiento) es algo más que ilustrar un relato, sino que más bien se refiere a complementar una historia, a enriquecerla, a acompañarla.
Es una idea de hacer cine cercana a la de escribir una novela o, más bien, un ensayo. Desprejuiciado, sin la carga de decir algo importante ni trascendente, Jerónimo Rodríguez trae una película que invita no sólo a seguirla hasta el final, ni tampoco sólo nos deja reflexionando sobre cómo operan nuestros recuerdos, sino que además -y quizás sobre todo- es una estimulante forma de re-pensar el ver y el hacer cine hoy. Además de invitar a hacerlo. Así, ni más ni menos.