El poder de la palabra, de Francisco Hervé
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En el documental Aquí se Construye, Ignacio Agüero ya había mostrado sólidamente cómo en Chile lo que se llama “modernidad” es un insensible monstruo con memoria de pez. El Poder de la Palabrade Francisco Hervé profundiza aún más tal idea, a través de un grupo de vendedores ambulantes que se vieron en tierra de nadie tras la implementación del Transantiago el año 2005. Aquel “moderno” plan de transporte que nos pondría sobre los hombros de los gigantes del mundo. Trabajadores que sobrevivían con dignidad en un país que no les dejó otra que buscarse sus propias posibilidades y que con tal plan ni eso les iba quedando.

Emociona tal afán, esa recuperación que realiza el director de un sentido ciudadano ya casi extraviado a través de la posición que adopta su cámara siguiendo al personaje principal, Hardy Vallejos, un vendedor que lucha por mantener su trabajo arriba de las micros, el que le ha servido para mantener a sus hijos y el que incluso le da para soñar con una casa propia. Esa elección y esa perspectiva es la gran virtud del documental, que evita hábilmente elementos que la recargarían y desgastarían discursivamente (una voz en off o entrevistas pauteadas, por ejemplo). Así, es sólo ese ímpetu de lucha de Hardy, y otros, el que va empujando siempre al filme por un ritmo espontáneo y emotivo.

Hervé deja fluir la palabra, el tiempo, la conciencia y la rabia, las que construyen escenas de gran poder simbólico y tan confusamente chilensis como la de unos payasos discutiendo en mesas de diálogo, la emoción de un chofer desmantelando su micro amarilla de todos los peluches y cachivaches que la adornaban, o las explosiones de júbilo ante los discursos del presidente del sindicato de vendedores cuando se pone en símbolo de lucha una polera del Che Guevara y declama “porque la historia sólo la cambian los pueblos”.

En contra se le puede achacar cierta complicación con el montaje que a veces pierde la tensión al intentar complementar la historia de Hardy con otras que carecen del suficiente peso y también que abusa de carteles con leyendas que irónicamente hablan del Transantiago con la jerga típica del vendedor (“Mi intención no es molestarles, le vengo a ofrecer un estupendo plan, etc). Tan sobrantes como la explicación de un buen chiste.

Lo bueno es que ello no empantana una historia que por su afán, su compromiso y su calidez retrata con justeza, y a través de historias terrenales, sencillas, ciertas, un país que busca la limpieza de la modernidad con la torpeza de un atleta con bototos. Pero a la vez, Francisco Hervé instala una esperanza en cuanto a que todavía el poder no es un concepto que vive sólo en las manos de gente de corbata y colleras. Bastaría la conciencia.

Todo, para situar el documental no sólo en el lugar del registro, sino también en el campo de la acción. Un arrojo ante el cual no queda otra que aplaudir.