El mar en el cine chileno
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Chile tiene casi diez mil kilómetros de costa. No obstante, para muchos chilenos el mar pareciera no existir.

Para contrarrestar esta paradoja, dos muchachos reúnen tres mil escudos y se lanzan a la aventura de buscar un tesoro oculto en las profundidades del mar, en el canal de Chacao. Allí, el dos de mayo de 1832, se hundió un velero en cuyas bodegas iba un baúl con quince mil monedas de oro. Botín suficiente para que dos chilenos recuerden que somos un pueblo ligado al mar desde siempre. Desde mucho antes que los araucanos, camino a la guerra, otearan hacia el otro lado del océano, como enviando un mensaje a sus seres queridos que habían emprendido el largo viaje hacia un lugar remoto y desconocido donde purgarían sus culpas, para después volver redimidos, de acuerdo a sus creencias.

El mar maravilloso no sólo representa una fuente inagotable de alimentos, sino también de temas que dan vida al arte y la literatura. El cine tampoco debe estar ajeno a las inquietudes marinas que nos vienen desde el pasado. Y no lo ha estado. De acuerdo a sus capacidades, ha hecho lo suyo.

En 1902 se filmó en Valparaíso la primera película chilena con escenas marítimas. Ocurrió cuando llegó el acorazado San Martín, trayendo a la delegación argentina que vino a solemniar los Pactos de Mayo, mediante los cuales se establecían las reglas a las cuales deberían someterse, en el futuro, las divergencias que amenazaran la paz entre Chile y Argentina.

Al estrenarse la película en Santiago, el año siguiente, un diario fechado el 14 de abril expresaba que “en ella se veían desfilar a los jóvenes más conocidos de nuestra sociedad y –agregaba– la exhibición era indiscreta, pues los flirteos resaltaban demasiado. Las parejas, ocultas en una esquina, creían poder dedicarse, sin ser observadas, a sus requiebros, sin imaginar que después iban a ser vistos por el público de un teatro”.

Más de medio siglo después, una esposa descubriría en la pantalla de televisión a su esposo asistiendo a un estadio en compañía de una amiga.

En la medida que transcurrieron los años se siguieron filmando películas en el país, especialmente en Santiago y Valparaíso, apareciendo en varias de ellas el Pacífico en toda su majestuosa belleza.

Hacia 1917 llegó al país el actor argentino Arturo Mario, a la cabeza de su compañía teatral con la cual recorre gran parte del territorio. Al debutar en Valparaíso quedó maravillado por la policromía de sus cerros y, mirando extasiado aquellos millares de viviendas que se aferran a sus laderas, decidió hacer películas que tuvieran como fondo ese decorado.

Para realizarlas debió asociarse con algunos porteños, entre los periodistas Carlos Justiniano y Egidio Poblete. Este último colaboró en la confección del argumento, para el cual compuso estrofas en las que el espíritu porteño destilaba todo su encanto. Una de ellas decía:

“Al fondo de la bahía

despliega el puerto encantado

su abanico tachonado

de radiante pedrerio;

sirviendo en su graderío

los escalones del suelo

las luces, en raudo vuelo,

como un alado tesoro,

parece abejas de oro

que van escalando el cielo… “

La seducción por lo porteño asistiría, llegando pronto al estreno de una obra con todos los méritos para ganar la Medalla de Oro y un Diploma de Honor en la Exposición Internacional de La Paz, en 1925. Se titulaba “Un grito en el mar” y muchas de sus escenas las filmó Pedro Sienna, su director e intérprete principal, a bordo del acorazado Latorre, utilizando La Gaviota como la boleta pirata.

Fue ésta la última producción muda en la cual nuestro Pacífico mostró su majestuoso ondular.

En 1947, Patricio Kaulen estrena “Encrucijada”. Llevó el equipo de filmación a las calles de Valparaíso y dio vida a un asunto policial de gran suspenso. Lamentablemente el océano, que arrincona a Chile contra la Cordillera de los Andes, apenas se vislumbra en dicha película.

Por otra parte, pese al entusiasmo que en diversas épocas ha despertado el mar entre los realizadores cinematográficos de Chile, aún muchas de las mejores plumas del país se mantienen marginadas de esta actividad. Escritores como Joaquín Edwards Bello o Salvador Reyes siguen ausentes de nuestras pantallas. Es de esperar que en el futuro, frente a las buenas perspectivas que se le presenta nuestra decaída industria cinematográfica, se arranque del olvido a nuestra temática marítima.

Asimismo, es lamentable que Tito Davison filmara en forma tan superficial “Cabo de hornos”, la magnífica obra de Francisco Coloane. El libro exige una mano diestra que se interne en ese callejón increíble que es el famoso cabo, que la cámara exhibe la proeza de su travesía a marcha lenta, casi rozando las rocas, con una tripulación que no alcanza a ver el cielo porque los picachos casi se junta en las alturas.

El último film relacionado con el mar fue estrenado en 1959. “La caleta olvidada”, tal era el título, presentaba la vida tranquila y sin problemas de una caleta de pescadores, los que un día recibieron la ingrata visita del progreso, que los alejó de la paz otorgada por una existencia primitiva, en la persona de dos santiaguinos que llegaron con la intención de instalar una industria pesquera.

Sin pronunciarnos sobre la calidad técnica o conceptual de esta película, es preciso enfatizar que ella representa la última mención del mar en nuestra magra creación cinematográfica.

En un pueblo ineludiblemente oceánico como el chileno, es lógico que su creación artística, en todas sus manifestaciones, se enriquezca con los temas marinos. Por ello surge la esperanza que al ingresar nuestro cine, alguna vez, a una etapa madura, la enigmática belleza del Pacífico se proyectó en toda su grandiosidad den las pantallas chilenas.

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