Naturales expectativas produjo la aparición de esta película, segundo largometraje de Ricardo Larraín, el premiado director de La frontera. Con su mismo guionista, el argentino Jorge Goldenberg, y con una gran superproducción de financiamiento español y francés, El entusiasmo prometía. No son habituales las presencias de grandes figuras del cine español en nuestra pantalla, por lo que la inclusión de Maribel Verdú y Carmen Maura sólo podía aumentar las ilusiones de encontrarse con una de esas grandes películas, que de cuando en cuando se transforman en hitos de una época.
Hay que reconocer que parte de esto se cumple. La producción es de gran nivel y se nota, la monumentalidad del desierto nortino está aprovechada al máximo y el gran espectáculo nocturno montado en una salitrera abandonada tiene su efecto. Larraín posee gran oficio para este tipo de escenas, pero también dirige su reparto con eficacia, aunque exija de Álvaro Escobar más de lo que puede dar en las escenas finales. La Maura muestra toda su solvencia en un rol denso de ambigüedades y la Verdú está como siempre, preciosa. Para broche de las bondades, el niño actúa con naturalidad y encanto, lo que en cine suele ser algo difícil de conseguir.
Pero a poco andar surgen algunas inquietudes que el relato comienza a hilvanar con destreza, pero con curiosa falta de empatía hacia los personajes, obligados a responder a la lógica de una historia que tiene todas las intenciones de ser una gran alegoría sobre la condición del desarrollismo material de Chile. Tales intenciones programáticas introducen elementos artificiales que comprometen el oxígeno del relato, tales como la “república independiente” que proclama como lema uno de los protagonistas y que no pasa de ser un dibujo infantil colgado en una pared. O el oficio de camarógrafo que parece tener el mismo personaje y que responde con desdén a los embates de la modernidad, en la que su mejor amigo se siente como pez en el agua. Como decir “el cineasta” y “el empresario”. En el medio, previsible desde la primera escena, la mujer deseable, pero nunca plenamente feliz, es decir “la patria”, cuyo hijo no entiende nada y sólo anhela ver a su padre, ausente por supuesto.
Para peor la perspectiva narrativa irá variando por cada uno de los personajes, en una suerte de equitativo turno narrativo. Desaparece el protagonista y nos quedamos con su mujer, luego ella se va y quedamos con el amigo y éste le cederá el turno al niño en un penoso viaje a Santiago lleno de misterios. Tanta elipsis es lo que termina distanciándonos de todos, ya que los personajes ni se explican mejor de esta manera, ni conseguimos armarnos un relato coherente en todas sus partes. Cuando el protagonista vuelve a aparecer baleado su destino ya ha dejado de interesarnos, por lo que todo el último fragmento lo debe sostener Carmen Maura, un personaje secundario de la trama. El colmo se produce en el último encuentro entre los dos amigos, escena carente de toda emoción aunque cargada de materiales que sí lo son y donde cabría esperarse una apoteosis de recriminaciones.
De este modo la excelencia de la factura se transforma en un brillante envase frío y distante, justamente el peligro que logró escabullir La frontera, también bastante amenazada por el alegorismo y los símbolos de redenciones varias. El entusiasmo como título ya contiene estas intenciones aleccionadoras que por explícitas hacen huir las potenciales ideas más interesantes de la historia. Y es que ningún valor moral de los que manejan los personajes llega a enfrentarse con un verdadero peligro o es puesto en crisis. Cada uno está predispuesto desde su origen a cumplir un periplo fijado por la absoluta seriedad programática del guión.
El entusiasmo no logró sus ambiciones, ni con el público ni con la crítica, pero es posible que con el tiempo se transforme en un testimonio valedero de un tema de nuestro tiempo: el exitismo, aquel que pudo ser justamente la causa mayor del fracaso de la empresa. Después de todo la operación completa de la película aparece envuelta en el virus que pretendía atacar. Como para dosificar todo entusiasmo futuro.