El lugar común que se ha establecido ante el cine de José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola (tanto en sus películas co-dirigidas, como en sus trabajos por separado), es sobre un cine que habla de lo marginal. Lo marginado, aquello fuera del centro, serían los protagonistas de sus filmes. Pero tal vez, la obra de ambos vaya aún más allá. Parece ser que más bien sus personajes son los invisibilizados socialmente, los que ni siquiera pueden optar al centro, ni siquiera en sus márgenes. Eso es bastante evidente en este nuevo cortometraje, situado casi en todo su metraje dentro de una casa “okupa”. Esas casas que clandestinamente se habitan, que de hecho, usualmente en sus fachadas no hay muchos indicios de que alguien las habite.
En ella vive un grupo (dos mujeres, dos hombres), quienes se notan más confundidos que claros en cuanto a como enfrentar la vida. Lo que está claro, es que el contexto actual es totalmente represor y deshumanizante. El más claro es un habitante que centra su rebelión dentro de su propio cuerpo. Se cuelga por horas de ganchos que traspasan su piel, se saca sangre. “El dolor juega como parte necesaria, también, o sea, yo no le encontraría gracia si no doliera”, dice al principio.
Así en una escena final realmente brutal, impactante e inédita dentro de la historia del cine chileno, el joven dice: “expresar la rabia que sentís hacia la burguesía en este caso y eso que el cuerpo humano es tolerable al dolor, pero tampoco soporta todo”. Su lucha, en ese sentido, es diaria. Una actitud casi cristiana, de cargar los dolores y la rebelión del mundo en el propio cuerpo.
Este protagonismo del cuerpo, como el centro de la rebelión o las brutales marcas del sistema que los invisibiliza, es un tema que el cine de Adriazola–Sepúlveda siempre ha desarrollado. Así, simbólicamente, lo más patente en este sentido sean los travestis o transexuales que habitan sus varios de sus trabajos, también la transformaciones de identidad en Mitómana y ahora en El destapador, la violencia extrema sobre sí mismo. Todos subvierten la naturaleza como respuesta a una sociedad que los margina tácitamente. En el caso de El Pejesapo, tal rebelión se produce justamente con el enamoramiento de Daniel SS de un travesti que forma parte de un circo marginal cuyos artistas son travestis. Por esto mismo, también la entrega de Daniel hacia ella es absoluta, al nivel de dejarse penetrar por él. El cuerpo entonces, se transforma, se subvierte y confronta los convencionalismos.
Es en rigor, el último espacio de propiedad que queda. Ya en un mundo en que todo se tranza mercantilmente (incluyendo la educación, la salud, hasta la muerte), la destrucción desde el cuerpo no es sólo la brutalidad sobre sí mismo, sino que la última posibilidad de encender alguna chispa de rebelión real. El destapador, con su visualidad distorsionada, su oscuridad en los espacios, sus voces en off que son como susurros de moribundo, y con esa realidad visual que remueve profundamente, lo dice con todas sus letras, todas sus imágenes y con toda la violencia posible. Se convierte así, para bien o para mal, en un corto impactante e imprescindible dentro del cine chileno contemporáneo.
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