El cortometraje chileno pide cancha

En Chile el cortometraje aún está demasiado asociado a la prueba, al primer paso, al aprendizaje de nuevos realizadores. Y claro, eso por un lado tiene una cuota de verdad, ya que las distintas escuelas de cine exigen a sus alumnos a enmarcarse dentro de este metraje para realizar sus primeros trabajos. Pero lo interesante es que en los últimos años varios de estos “ejercicios” poseen un resultado final que van más allá de un correcto trabajo universitario. Y ojo, muchas producciones también son producidos fuera del ámbito académico.

Si a esta condición se suman las dificultades que tiene en general el cine chileno (es decir, las películas de larga duración, las de “verdad”) para llegar al público, en el caso del cortometraje esto es aún peor. Su figuración es pequeña, casi invisible. Tras ver durante el 2016 trabajos como La Vorágine, Non Castus, Halahaches, Hemosestadopeor o Un cuento de amor, locura y muerte, queda la sensación que merecen mayor circulación, que el poco reconocimiento que los rodea es totalmente injusto.

Vamos a un caso emblemático del 2016 que tiene que ver con un cortometraje: Historia de un oso. Tras un recorrido de dos años por distintos festivales chilenos e internacionales el filme animado de la productora Punkrobot ganó un histórico Premio Oscar, todo gracias a méritos artísticos y de distribución muy bien efectuados. Esto hizo reventar a la prensa de notas, reportajes, reseñas sobre el corto y, por otro lado, también nació una fuerte necesidad del público por verlo. ¿Y qué ocurrió antes de la nominación y la obtención de la estatuilla hollywoodense? Sólo quienes rondan los festivales de cine y otros pocos especialistas que sabían de su cada vez más auspicioso recorrido internacional conocían de la calidad de esta histórica producción nacional.

Frente al grupo de cortometrajes ya mencionados, a los que uno podría sumar otros como Yo no soy de aquí, 23, Señor Blanco, Las cosas simples, Y todo el cielo cupo cupo en el ojo de la vaca muerta, se puede decir, y sin exageraciones, que sus resultados no tienen mucho que envidiarle a la vanagloriada Historia de un oso. Incluso, muchas de las aquí citadas están muy por sobre el resultado de otras películas chilenas que llegan a la gran pantalla.

Pero bueno, ¿qué hacer ante esta injusta ignorancia hacia estos trabajos? Confinados al patio trasero de muestras y festivales de cine sus horizontes seguirán siendo poco auspiciosos respecto a su llegada al público. Y claro, internet parece ser la respuesta más fácil, pero sería de todas formas una solución demasiado mezquina y fugaz, porque el cine sigue exigiendo y mereciendo la experiencia colectiva y grandilocuente de la pantalla grande. ¿Qué estamos insinuando? Concretamente un espacio en las salas, porque si nos emocionamos y celebramos los cortos animados proyectados antes de las películas de Disney-Pixar, ¿por qué no le podemos dar espacio a algunas de estas más que dignas películas chilenas?

Imaginemos, seamos ilusos por un momento. Pensemos que quizás el primer paso podría ser exhibirlas antes de las películas chilenas, o que los cada vez más consolidados circuitos alternativos le den una posibilidad. Por que pensar en las grandes salas es casi irrisorio. Sería pedirles mucho, sería una petición demasiado grande para una cartelera llena de títulos intrascendentes, pero engalanada de estrellas hollywoodenses y de historias mediocres. Quizás es mucho pedirle también a los grandes medios que hablan como si cada película nacida de las achatadas mentes de Marvel y DC Comics marcaran un antes y después en la historia del cine. Esos mismos medios que después presentan a Historia de un oso como una sorpresa, como una excepción. Después de pasar un auspicioso 2016, con seguridad y entusiasmo podemos decir que no lo es.