«El conde»: En el país de los muertos
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La versión del dictador Augusto Pinochet que propone Pablo Larraín en su última película El Conde, pese a ser su último ingenio dramático puede ser considerado como un arquetipo para los personajes centrales de sus filmes precedentes: sujetos sin ánimo ni motivaciones políticas, sin genio, sin sangre, y a pesar de ello, agentes de la historia.

El cine de Larraín es estático. Aunque Pinochet, “Pinoche”, vuele, y su homólogo de 2008, Raúl Peralta, baile en Tony Manero; aunque el publicista de No circule en skate y una tanqueta avance veloz sobre el suelo cubierto de piedras en Post Mortem; o a pesar de que Ema baile y queme semáforos y autos con un lanzallamas por las calles de Valparaíso; o Neruda -Luis Gnecco- huya a caballo y los galgos corran veloces en El Club; en todos los casos, sólo se trata de ilusiones dinámicas en mundos rígidos, movimientos exteriores sin variación anímica ni interacciones dialécticas.

El habla plana de esta filmografía familiar, la entonación chata, que se despliega como fijación retórica original desde Alfredo Castro al resto del elenco acostumbrado (esquema que Jaime Vadell resiste) constituyen un sello autoral en donde la anemia verbal es anemia ideológica. De acuerdo a este orden existencial, dramático o político, la comunidad creativa de estos filmes parece afirmar que la Historia se hace sola, o que es fruto de la desidia o del error. Pero esto no quiere decir que Pablo Larraín “falsifique la historia”, más preciso es sostener que la banaliza porque elude jugar con razones serias, con causalidades acreditadas.

Se entiende que la película El Conde, concebida bajo esta tesis política, escandalice como una propuesta en el aniversario 50 del Golpe civil-militar; pero también es posible que sus licencias genéricas, el juego innovador con el género de terror y de comedia, afirmen que este interminable drama nacional es inabordable en la ficción cinematográfica y que uno de sus desafíos -el de la caracterización del mal a través del expediente de la desmesura- puede ser asumido como una esfera de impunidad para decir lo que el pudor o la buena convivencia proscriben. De acuerdo a la libertad que permite el verosímil del terror o de la comedia infiltrado en el realismo del cine histórico o político, Pinochet puede ser Pinoche y pertenecer a una estirpe infernal de hombres, la de los vampiros; y desde esa distancia tópica se puede volver a lo político al considerar la genealogía del personaje como una obstinada y remota adhesión a las monarquías absolutas, a los poderes autocráticos, o una aversión ontológica al pueblo.

El dictador de Larraín vive porque bebe la sangre de humanos corrientes, insignificantes, y puede rejuvenecer comiendo sus corazones, remedio macabro que constituye un aporte a los hábitos del vampiro fílmico.  Según el rigor de su dieta, el vampiro puede parecer muerto o rejuvenecer. Hay en El Conde todo un tratado sobre la vejez disfrazada de juventud; y como suele suceder con los tratados, el autor pasa por todas las referencias precedentes antes de hacer su aporte. En ese sentido en este film se perciben las referencias a Murnau, a Herzog, y especialmente, a Polanski en The fearless killers vampire (1967). Pero las ideas estéticas sobre la vejez no son sólo expresión de una fidelidad operativa con el género de vampiros, parecen referir un motivo doctrinal del autor, idea ya enunciada en su película No (2012). En el film los ya difuntos Patricio Aylwin y Patricio Bañados lucen viejos, tal como estaban en 2012, pero al entrar en la esfera de la cámara, de la televisión, de la franja, rejuvenecen. La sangre rejuvenece, la televisión rejuvenece una política vetusta en su origen.

Pese a que no es tan común el motivo del vuelo del vampiro con apariencia humana, el dictador de El Conde puede volar: en muchos filmes de la serie B Drácula vuela en forma de animal-vampiro (así ocurre en Amor al primer mordisco de Dragoti, 1979), según el libro de Stoker y la versión barroca de Coppola, Drácula se desliza reptando por los muros de su castillo. Para la puesta en escena el vuelo ofrece ventajas fotográficas: en el blanco y negro compensa la falta de expresionismo luminoso de la arquitectura de la estancia magallánica; con los panoramas nocturnos del Santiago moderno, el de los grandes edificios, ciudad capitalista de la zona oriente, efecto urbano del proyecto de país del dictador. Pero el vuelo también permite conectar con la ilusión contemporánea de la visión aérea subjetiva bajo el ritmo humanizado del dron. Antes del vuelo del vampiro de Larraín, hay otros vuelos cinematográficos sobre Chile, vuelos como juicios o fugas de la historia en Robar a Rodin (Valenzuela, 2017), El Negro (Castro San Martín, 2020), La cordillera de los sueños (Guzmán, 2020). La caracterización aérea de Pinoche hace del recorrido espacial una trayectoria temporal abreviada y una figuración de las conexiones geopolíticas de la dictadura, la presencia disparatada, ubicua, de Margaret Thatcher en el relato, aliada política, narradora, amante y finalmente madre de Pinoche, es configurada por el vuelo y descubre con el giro cromático final su producción del presente. La lentitud gestual del vuelo de estos vampiros chilenos es también una cierta actitud sobre la historia, cercana a la poética de esa desanimada historia de Chile que atribuimos al director.

Resultaría insensato desconocer que El Conde despliega una deslumbrante organicidad audiovisual, una cierta unicidad estética, pero que no llega a impregnar la estructura del guion. El cautivador entramado dramático y narrativo del arranque del filme se desarma, mejor dicho, se desintegra desde que se impone el protagonismo de la monja. La búsqueda del dinero y la exaltación romántica de Pinoche precipitan esta comedia de terror, o comedia negra, en los engranajes de la comedia de enredos, lo que significa, comparando el componente ominoso de un género con el de malentendido del otro, que el reflejo oscuro de la figura cede al monigote de la farsa.

Insistiendo en el motivo del vuelo, interesa el aterrizaje lento del vampiro, indicador ejemplar de los excelentes efectos especiales de El Conde. Pinoche aterriza lentamente en el Patio de los Cañones del Palacio de La Moneda, por su iconocidad se presume una imagen soñada por fabricantes de series o autores de cómics, desarrolladores de íconos o de eslóganes cuya inventiva puede conquistar la portada de Netflix y, de acuerdo con las teorías del juego que también son las del mercado, pueden programar con buen humor esta fantasía precisamente en el aniversario 50 del golpe.

Todo por una imagen, por su potencia asociativa, por la capacidad que tiene de excusar la ligereza ideológica, la ligereza dramática, la afasia en favor de la visión. Imágenes de esta jerarquía: el cuerpo de Allende en la autopsia, su cráneo abierto, una provocación realista sin desarrollo; Ema con el lanzallamas, una viñeta sobre el poder sin metas; Neruda y los senadores en los urinarios, un lugar común escénico, el poder y la escatología. La polisemia de estas imágenes deseadas, íconos fuertes, imagen constelación, paradojalmente pueden operar como llaves de la referencialidad. Casi siempre de una imagen surge otra, y por lo mismo, el fenómeno regular revela que en el corazón de la autoría hierve el mercado, el archivo, el ruido audiovisual. Pinoche desciende como desciende Hades-Ralph Fiennes en Furia de Titanes (Leterrier, 2010), tal como lo hace en la misma película el caballo alado Pegaso; la lentitud es una forma del sigilo, un síntoma de la serenidad o la confianza del poder, una opción por lo lento en un mundo estancado, como está la secreta vida del dictador en la Patagonia (extremo sur, casi en la Antártica, donde el pensamiento mítico contemporáneo pone a los inmortales, sea cual sea su signo: Hitler o Jim Morrison), que a la vez anhela y elude la muerte. El descenso es un detalle, pero en este filme, desarticulado históricamente y minúsculo a nivel coloquial, hay que revisar los detalles que funcionalmente pertenecen a la órbita de las imágenes deseadas y de sus réplicas.

La cautivadora obertura materialista expone objetos obvios: miniaturas de soldados, bustos de Napoleón, pero también textos desconcertantes que constituyen la persona del dictador, las películas con las que pasa su tiempo, eventualmente eterno, de no-muerto. Cintas de VHS, de VHS-PAL (eco de la película No que identifica sensiblemente las épocas con sus formatos audiovisuales), ordenadas en un anaquel para que la cámara las pueda leer con espíritu policial: ahí están El exorcista (Friedkin, 1973), Taxi driver (Scorsese, 1976), Alf (Fusco, Patchett, 1990), La Misión (Joffé, 1986), algunos de los títulos que, según Larraín, perfilan la eventual cinefilia de Pinochet. Es este plano el del gusto, el del juicio de gusto, tema estético por excelencia, en relación al cual se advierte un verdadero y convencional interés documental por el personaje histórico, una dimensión de realismo fáctico. Seguramente La secreta vida literaria de Augusto Pinochet de Cristóbal Peña (2013) instruye sobre el perfil intelectual de Pinochet, sobre su diletantismo literario o falta de criterio cultural, pero también sobre su resentimiento social, un sentido de menoscabo en el plano intelectual que, al parecer, habría motivado un odio envidioso contra generales ilustrados como Schneider, Prats o Pickering. El motivo de los libros de Pinoche-Pinochet sirven para que sus hijos cinematográficos, parásitos, cretinos, expliquen su faceta de saqueador del patrimonio nacional, en este caso bibliográfico, y para que postulen una dimensión menos conocida pero que justifica el ambiente de ruina atestada de la casona de Magallanes, la faceta de acumulador, eventualmente afectado de Diógenes.

La formulación dramática y conceptual sobre la familia merece reflexión y comentario: arribistas, sin inteligencia, vulgares, próximos al padre sólo por la codicia, las situaciones y los diálogos los identifican con esa figura más amplia pero también unidimensional de “la familia militar” cuya lengua monosilábica está emparentada con el habla original de Larraín y permite admitir, como broma o como caso aberrante de la filiación como efecto del poder, la figura de los hijos saludando a Pinochet con un “buenos días mi general”. Este círculo familiar de El Conde se vuelve esfera, una esfera de inmunidad: en ella es posible decir todas las verdades sobre Pinochet, sobre Lucía Hiriart, sobre Krasnoff. Krasnoff, asesor número uno del dictador, esclavo del Capitán General, auxiliar mágico, hombre bestia al servicio del vampiro, una especie de “Koukol the servant” en La danza de los vampiros, como el propio Pinoche, evadido de su destino, no de su muerte sino de su condena por 850 años, pertenece a la familia como pertenece al hogar un doméstico sirviente perpetuo, filiación por la complicidad y el secreto y, en este caso, por la endogamia, puesto que “Fyodor”, el ruso blanco, es también el amante de Lucía (reflejo obtuso del mito de la relación entre Hiriart y Manuel Contreras). Margaret Thatcher, según la etapa lisérgica del guion, Madre y Amante de Pinochet-Pinoche, también integra la esfera de la familia cuyo pacto de secreto autoriza e inmuniza la maledicencia mutua: “enana”, “campesina cubierta de pieles […] que abre las piernas para que la fornique un general”, eso dice Thatcher de Lucía; “bazofia humana”, dice la Primera Ministra de Krasnoff; “ladrones de mi general”, así llama éste a los hijos de Pinoche, entre otras flores nominativas. Tales palabras, improperios, que seguro una encuesta confirmaría un rotundo eco social, las revelaciones de los robos, de la mezcla de ambición y de incultura del dictador y su familia, y las confesiones de los crímenes del régimen, de las ejecuciones que comete Krasnoff disparando en el borde de una zanja a la cabeza de prisioneros amarrados y vendados, certidumbres testimoniales en el hermético espacio de una familia en torno a un muerto viviente en el fin del mundo, son revelaciones sin efecto, palabras mudas, confesiones dichas en el agujero de un muro, de un tronco. De la misma forma, la imaginería de vampiros, la sangre, los smoothies de sangre y corazón, la fascinación por el vuelo, consiguen que los mismos pinochetistas que hace unos cuantos días se escandalizaron por las palabras del Presidente Boric sobre Sergio Onofre Jarpa, ministro del Interior de Pinochet (1983-1985), no se incomoden por los juicios y caracterizaciones bárbaras sobre el dictador, su mujer,  sus subordinados militares y sus hijos (el riesgo es aún menor respecto de los colaboradores civiles, brillan por su ausencia). Puede más la fidelidad al género que la fidelidad a la historia. Quizás en esta patología del reconocimiento se exprese plenamente el sentido del cine como industria, un paseo por lo real que siempre vuelve sobre el cine.

Tres apuntes para concluir.

Uno. La imagen de Pinoche-Pinochet haciéndose el muerto en su velorio en la escuela militar representa una variación al recurso de la de la instantánea histórica aislada por la invención cinematográfica. El plano cenital sobre la urna es el que ganaron para su identidad documental Perut+Osnovikoff en La Muerte de Pinochet (2011), el muerto con los ojos entreabiertos pertenece a una portada de The Clinic, la vista parcial de alguien que escupe sobre el muerto, sobre el vidrio es la imagen de un hecho ciego, la venganza de Francisco Cuadrado, nieto del General Prats. Todos los referentes de este motivo polisémico se expresan determinados por una ausencia narrativa.

Dos. No hay muchas ideas que desarrollar sobre el sentido dramático de la Hermana Carmen (Paula Luchsinger) en El Conde: es un ingrediente mal remendado en la historia, el ingrediente efectista del amor erótico, pero hay que reconocer que da gusto verla volar a baja altura sobre la pampa, verla girar como un vampiro principiante, sin control sobre el vuelo. En la escena, notoriamente dilatada, se revela el encaprichamiento con el recurso tecnológico, con el truco, pero también se expresa, como un acto fallido, que el trazado leve y errático del personaje en el aire es equivalente a su participación o influencia en el guion.

Tres. En El Conde, las víctimas de Pinoche, de Pinochet, a quienes abre con su corvo de Famae y extirpa el corazón para devorarlo, y los ejecutados de Krasnoff, confirmando un sello dramático del cineasta, no oponen ninguna resistencia, mueren de manera apática, como si estuviesen dispuestos para morir, como materiales para una ficción criminal. Se pueden esbozar razones. Los gestos de lucha, de resistencia hubiesen detonado la interpretación dialéctica de una Historia no resuelta, de la épica del martirio, habrían puesto el filme en el corazón de un debate que no admite ni el humor ni los retoques rosados.