El Año del Tigre, por Jorge Ruffinelli
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Según el Calendario Chino, el Año del Tigre comenzó el 14 de febrero de 2010 y terminó el 2 de febrero de 2011. Sin relación alguna con este calendario o su cultura milenaria —ya que no hay muchos ni notorios habitantes chinos en Chile—, sin embargo, el 27 de febrero de 2010 se produjeron en el sur del país un terremoto y un tsunami entre los más devastadores de su historia. Cientos de víctimas, miles de edificios derrumbados, pueblos desaparecidos, la tragedia azotó al país. Dos meses más tarde, un pequeño equipo comenzó a filmar esta película in situ, desarrollando (en la imaginación de su guionista Gonzalo Maza y en la del director Sebastián Lelio) dos líneas argumentales: la fuga en masa de presos del penal de Chillán, y la destrucción de un circo. Construyeron el relato sobre un personaje: Manuel, reo que aprovechó la coyuntura y huyó de la cárcel en busca de su casa, su mujer, su hija, su madre. La película narra su periplo.

Lelio, a su vez, al construir visualmente ese relato (con la ayuda notable del director de fotografía, Miguel Ioan Littin) tomó una dirección orientada hacia la fábula de manera mucho más determinada que en sus películas anteriores. En ellas (La Sagrada Familia, 2005; Navidad, 2009) el mundo familiar le dio pie para reflexionar cinematográficamente a partir de situaciones cotidianas y específicas que, sin embargo, alcanzaban un seguro nivel de abstracción filosófica y existencial. En otras palabras, no fueron películas que simplemente narraran hechos, sino que esos hechos significaban. Y aunque no se tratara de significados “religiosos”, los mismos títulos de las películas implicaban cierta relación, a veces iconoclasta y siempre conflictiva, con dicha dimensión espiritual.

El Año del Tigre le da a Lelio, una vez más, la oportunidad de explorar significados, especialmente porque se trata de una situación y una historia de “fin de mundo”, que algunos gustan llamar apocalíptica. Ante la situación real del terremoto/tsunami, la película debió ser precavida, ante todo porque no se trataba de documentar el dolor de las víctimas reales, sino de tomar la situación (y la escenografía natural), de alguna manera desprovista de personas, como si se tratara de un fin de mundo verdadero aunque fuera ficticio. Por eso, sólo a la distancia, en algún momento, hay personas que llaman a amigos o familiares (siendo tal vez parte de la ficción), y los momentos más colectivos se producen al comienzo, en la cárcel antes del terremoto, en una misa de pueblo y en el encuentro de Manuel con un capataz, para el cual trabajará, se emborrachará durante una noche y a la mañana siguiente acabará asesinando.

Manuel, el personaje central, de pocas palabras y enigmático, poco expresivo de emociones (salvo sus miradas, y la caída de una lágrima), se perfila desde el comienzo como un “duro”, ya sea cuando durante una visita conyugal tiene una relación sexual brutal con su mujer, como cuando, poco después, echa de una banca sin miramientos a otros dos presos. Con pocos trazos, magistralmente, Lelio caracteriza a su personaje como un criminal, cuyo delito de prisión, sin embargo, nunca conoceremos. La secuencia posterior, de borrachera con el capataz no puede sino recordar a un “clásico” del cine chileno, El Chacal de Nahueltoro (Miguel Littin, 1969), pero esa referencia permite justamente considerar cuán diferentes son el cine de los “sesentas” y el actual. El tono de fábula es el que más los separa.

El Chacal de Nahueltoro fue una gran requisitoria contra el estado y, dentro del estado, contra el sistema de justicia. Hacia 1970 Chile era un país con proyecto. José, el Chacal, era capaz de redimirse, de humanizarse, aunque el sistema carcelario le fallase al fin. Después de una brutal dictadura y de un regreso poco eficaz a la democracia, no podría decirse lo mismo del país, hoy. No se advierte en él proyecto alguno. Peor aún: el terremoto y el tsunami de 2010 fueron dos realidades y dos símbolos que sellaron la orfandad popular absoluta.

No en vano Manuel escapa de la prisión y sin embargo vuelve al final a ella, desposeído de su familia por la catástrofe. En su periplo encuentra a su madre muerta y a un tigre moribundo al que de todos modos le abre la puerta de su jaula, dejándolo salir, convirtiéndolo en su igual, libre al fin, sólo para verlo más tarde muerto de un tiro. Y descubrir, durante la noche de la borrachera, quien lo mató. La fábula es clara: la tragedia apocalíptica no es sólo producto de un sismo natural, involuntario a los seres humanos, sino que es también provocada por la crueldad y la violencia de nuestros peores instintos.

El elemento religioso no ha desaparecido. Al contrario, al asomar aquí y allá le da a la película una configuración ligeramente bíblica. Lleva su fábula a una categoría mítica. Me refiero, por un lado, a la música-canción melancólica que sigue al personaje en un par de momentos, aludiendo a la significación de su peregrinaje. “Voy de camino a tierras de Canaan…  Fue difícil partir pero yo voy de camino. Voy de camino, sí, a tierras de Canaan”. La canción se basa en un motivo popular (y es en lo popular donde habita la religiosidad) que alude a las peregrinaciones en busca de Jesús. Por otro, una misa colectiva al aire libre (la iglesia está dañada e inservible) en una ciudad siniestrada y en ruinas, por donde pasa Manuel. Esa breve escena revela la religiosidad huérfana, o al menos desplazada de su casa y de sus símbolos cristianos. La confluencia de esta presencia viva de lo religioso en medio del marasmo telúrico, en cruce con la referencia a la cultura china, le da al tema una amplitud que, formalizada en cine, sólo puede ser llamada poesía.

La única secuencia (por cierto, la más extensa) en que el discurso se vuelve palabra, y deja por un momento de lado el mutismo enigmático de Manuel, permitiéndole dialogar con el capataz, es la noche orgiástica de alcohol, en la que el capataz declara que ya no hay televisión (agotadas las baterías) pero sí trago. Esa noche de exceso verbal, con mutuas confesiones sobre la miserable vida familiar de las que ambos son culpables, sella dos destinos: la muerte de uno, la fuga (espiritual) permanente del otro. No hay regreso ni futuro: la melancólica conclusión de esta película es tan memorable como la mayor parte de sus imágenes. Una película excelente a la cual el público, si duda en acercarse, será porque se trata de un espejo doloroso.