Este artículo fue cedido por su autor a Cinechile.cl. Formó parte del libro «El Novísimo Cine Chileno», editado por Uqbar el año 2011. Acá se presenta una parte de él, para acceder al texto completo, visitar el siguiente link.
El momento que define –al menos, por ahora- la carrera de Pablo Larraín como director se encuentra a mitad de camino en Tony Manero (2008). No es un instante que choquea al espectador, como la larga toma final de Post Mortem (2010), ni uno que intenta elevar a la película por los aires y a toda costa, al estilo de las escenas musicales de Fuga (2006). Se trata de una secuencia mucho menos calculada, menos “escrita”, pero que funciona como conveniente punto de partida y llegada a la hora de intentar acercarse a su cine: después de mucho buscar, y vía un reducidor de especies, Raúl Peralta (el bailarín aficionado y marginal, interpretado por Alfredo Castro) ha conseguido por fin algo parecido al “suelo de vidrio luminoso” que aparece en su adorada Fiebre de Sábado por la Noche. Unos gruesos y toscos cubos semi transparentes que ahora debe instalar en el improvisado escenario de la vieja casona-pensión donde vive; pero, en vez de incorporarlos a dicho tablado, el tipo los sube a su pieza. Y ahí, al lado de la cama, del velador y la ventana compondrá el piso de su propia “Disco”. De espaldas a los otros. A puerta cerrada.
Peralta aspira de todo corazón a convertirse en Tony Manero/John Travolta frente a las cámaras de TV en un concurso de “igualitos” del programa de mediodía El Festival de la Una, pero nunca está tan cerca del objeto de su obsesión, nunca se siente tan “Tony”, como en esos breves momentos de encierro y autosatisfacción. Bailando a solas, todo parece diluirse: su marginal entorno, sus desquiciados impulsos de violencia, el recuerdo de un vacío Santiago de principios de los 70, anestesiado, preparado para un extenso letargo…
Incapaz de ejecutar su danza frente al resto con ese mismo nivel de abandono y entrega, Peralta no está muy lejos de los otros antihéroes de Larraín. Su extraño ritual de autocongratulación encuentra un eco en el escape de Eliseo Montalbán, el torturado músico que se oculta sin cesar en Fuga, y también se refleja en la inmovilidad de Mario Cornejo, el impávido funcionario del Instituto Médico Legal cuya cita con la historia lo conduce nada menos que a la autopsia de Salvador Allende, en Post Mortem.
Los tres comparten similares sentidos de clausura y frustración. Aunque se encuentran al centro de sus respectivas historias, apenas dejan huellas dentro de éstas: unas partituras extraviadas, unos cuantos minutos bailando para la tele, meticulosos partes médicos pasados a máquina. Escombros. Fragmentos de demolición que van siendo esparcidos en la trama. Partes de un rompecabezas que, en cada ocasión, Larraín y su equipo han renunciado conscientemente a armar, usando cada vez menos piezas en la película siguiente, como si ante la alternativa de reconstruir algo –una vida, una era-, estuvieran optando por la posibilidad contraria. Por desmontar.
Lo que nos lleva de regreso a la pieza de Tony.
Mientras más vuelvo a esa escena –o, mejor dicho, al estado de ánimo que transmite- menos me parece anclada a un tiempo y a un lugar, a la idea de un filme “de época” en el sentido que puede serlo Machuca. Al contrario. Lo que estas imágenes trasmiten es más que una competente recreación del Chile de la dictadura, el perfil de un potencial sicópata (una suerte de equivalente latino del Travis Bickle, de Taxi Driver) o un retrato alucinado de nuestra actual obsesión colectiva por los ‘80s.
De ellas emerge una sensación de precariedad y miseria tan intensa que desborda los confines personales y uno se pregunta si acaso no está contenido desde antes en el total, el país completo, el mismo que se ha pasado décadas buscando refugio en referentes ajenos, en modelos externos, mientras no para de interrogarse acerca de su identidad, de aquello que nos hace únicos. Permanentemente buscando a Tony Manero, pero al Tony Manero “chileno”; como si, pese a todos nuestros esfuerzos por imaginarnos fuera de ahí, no fuéramos capaces de abandonar aquella cerrada habitación.
PRIMER ESCAPE
Visto bajo esa óptica, se puede entender el interés que Pablo Larraín (Santiago, 1976), fotógrafo por vocación y cineasta por pasión, tuvo al querer filmar la impar Fuga, en 2005. Por lejos el debut más bombástico en la nueva generación de cineastas chilenos, la historia de esta búsqueda casi detectivesca tras las huellas de un desequilibrado prodigio musical, se presentía desde el inicio como una empresa muy personal y sin embargo salpicada por doquier de referencias procedentes de muchas fuentes distintas: cinematográficas, publicitarias, de vida social, televisivas y hasta políticas. A casi seis años de distacia cuesta separar todo el follaje que aún rodea al material para ver realmente qué es lo que hay dentro, como si hasta cierto punto el propio realizador hubiera contribuido a la confusión al querer ponerlo todo un mismo envase.
Es evidente que las peripecias de Ricardo Coppa (Gastón Pauls) en pos de los rastros del atormentado Eliseo Montalbán (Benjamín Vicuña) vienen cargadas de ribetes wellesianos a gusto del consumidor, dependiendo si a éste le gusta Ciudadano Kane (la idea de ausente Montalbán como un personaje sin centro) o El Tercer Hombre (toda persona que, como Coppa, busca a alguien de una forma inconsciente aspira a reemplazarlo), pero ¿se puede relacionar eso con la sobrecargada atmósfera que transmiten las secuencias de concierto, con la iluminación casi publicitaria que castiga algunas secuencias –por ejemplo las que transcurren en Valparaíso- o con ese piano que el protagonista destruye a hachazos?
Por otro lado, uno puede tratar de leer entre líneas y adivinar una corriente autobiográfica en la incesante tensión personal que recorre la trama, aunque ¿tiene que ver eso con que Larraín provenga de una familia tradicional ligada a la derecha chilena? ¿Con que sea el hijo de un senador (Hernán Larraín) y de una ex ministra del gobierno de Sebastián Piñera (Magdalena Matte)?
Inevitablemente, la discusión pública sobre Fuga aún pasa por ahí –no ayuda que en el filme el personaje de Montalbán sea hijo de un senador que trata de lidiar como puede con este “hijo problema”, y que todo lo que rodeó el estreno de la producción fuera tratado poco menos que como un acontecimiento de páginas sociales-, pero a la larga todo eso acabó por empobrecer el debate y encasillar al realizador en una ridícula etiqueta (la del realizador oficial de la derecha chilena), que poco y nada tenía que ver con la propia cinta.
A seis años de distancia, la percepción cambia. Por cierto que Fuga no se ha convertido en mejor película, pero mientras el recuerdo se encarga de ir borrando la siutiquería, la impulsividad y la voracidad que la cinta trata -en vano- de contener, sí refuerza dos aspectos del filme que derechamente pertenecían a un universo que éste sólo alcanza a avizorar. El primero es central: la obsesión de Coppa, el musicólogo/investigador, por obtener las legendarias partituras de Montalbán deja muy luego ser una aventura filantrópica para derivar en obsesión, una que pasa por muy por encima del propio Eliseo, y deja claro hasta qué punto la cinta abandona a su suerte al protagonista para entregarse a seguir la ruta de su doble opuesto. ¿Cómo habría sido Fuga con un mejor balance de esa ambigüedad, con un antagonista más perfilado y un Montalbán menos caricaturizado?
Tal vez podría haber resultado en algo cercano a lo que hoy es la escena más inquietante del filme. El encuentro entre Eliseo y Claudio (Alfredo Castro), un paciente mental cuyo infierno simplemente es de otro orden. En la habitación que Montalbán pintarrajea con partituras y a medida que Castro va soltando su largo monólogo –filmado por Larraín como si fuese un cortometraje, un apéndice que lucha por escaparse de la historia- aquí no cabe la búsqueda de sí mismo, las referencias cinéfilas y al poder, la tradición, la familia y otras fórmulas que se aplican para reforzar lo que el guión no tiene. El efecto, en todo caso es temporal: de ese abismo en el que la película se precipita merced a las pesadillas de Claudio, rápidamente se regresa a la mortificación y autoexpiación prefabricadas que Fuga va dictándose a sí misma.
Las furias, sin embargo, quedan sueltas, y se entiende que tanto Larraín, como Castro y Mateo Iribarren (coguionista), hayan querido regresar a encontrarlas.
SEGUNDO ESCAPE
Comparado con el barroquismo y la recargada puesta en escena de Fuga, el tinglado que sostiene a Tony Manero es de una austeridad brutal. Fuera con el Chile de salas de concierto, puertos iluminados como tarjeta postal y decorados dignos de comercial de café. Bienvenido el mundo de Raúl Peralta, uno opera por sustracción y sólo se entiende en la medida de lo que le falta, de sus carencias, entre estas la total ausencia de algo que semeje siquiera un espacio público.
¿Qué hay en su lugar? Puro simulacro. Artificios en torno a los cuales la gente se congrega –el cine, las noticias de la radio, los programas de la tele- y succiona hasta las últimas consecuencias, en pos de una dosis por pequeña que sea de experiencia, de “vida real”.
Esa misma desnudez y vacuidad contribuye a que la cinta se sirva de tan pocos elementos para evocar con precisión los años de dictadura, al punto que es concebible imaginar una posible versión teatral del filme, sin tener que agregar o restar demasiado a la derruida casa pensión que aloja al protagonista, a la barriada que recorre de arriba a abajo, a la sala de cine donde se encueva y al mundo de TV al que aspira.
Hay que retroceder hasta El Zapato Chino (Cristián Sánchez, 1977), a la iconografía de las antiguas revistas (desde Condorito a Vea) y a los rincones de la propia memoria, para encontrar a ese Chile que con tanta facilidad emana de los planos de Tony Manero. Un país de callejas iluminadas con focos de mercurio, terrenos eriazos en pleno centro, teléfonos fijos de seis dígitos, desvencijadas liebres de color verde, codiciados televisores a colores y melancólicos radioteatros transmitidos en amplitud modulada: la nación a la que una serie de TV como “Los 80” apela evocando una calidez y cercanía supuestamente perdidas (y recuperadas vía la ficción), pero que en esta cinta resulta irreconocible, marciana, arrasada.
¿En verdad, así éramos? ¿Así estábamos?
Dudo que esas sean las preguntas correctas para poner en perspectiva las estafas, crímenes y traiciones que Peralta va cometiendo para dar cuerpo a sus fantasías. El telón de fondo que Larraín y Sergio Armstrong, su director de fotografía, estiran podría colgarse con cambios menores en cualquier rincón de nuestro criollo siglo XX, cualquier espacio presa de esa misma sensación de ahogo y asfixia social. Las únicas coordenadas que lo sitúan en un tiempo y lugar –la radio da parte de lluvias e inundaciones, la gente comenta de boca en boca acerca de protestas contra el gobierno, el cine repite una y otra vez la misma película- son lo bastante vagas para dejar a sus personajes varados en medio de esos hechos. Así pasa con la anciana que Peralta ayuda primero y liquida después para quedarse con su televisor, y lo mismo ocurre con sus contrapartes en la pensión: Cony (Amparo Noguera), quien le proporciona una velada excusa para ejercitar su magullada sexualidad, y Goyo (Héctor Morales), bailarín y posible activista político, que emerge como potencial rival pero que una vez anulado -como casi todo lo demás en la vida de Raúl- se borra del mapa. Se disuelve. Fantasmas.
Tal vez ahí radique el origen de la fascinación que algunos críticos extranjeros, sobre todo anglo parlantes, profesan por Tony Manero (el filme es la única producción chilena que figura en Take 100, el suntuoso libro que la editorial británica Phaidon editó en 2010, con lo más destacado del nuevo cine en la década pasada).
Pero no es sólo la mencionada “conexión” Taxi Driver lo que mueve este tren: en la apostura física de Alfredo Castro como Raúl, en su tremendo solipsismo, hay algo de aquella insularidad e insondable distancia presente en algunos de los clásicos antihéroes del cine estadounidense de los 70 y sus hijos putativos. Huellas que uno puede reconocer en el acorralado Robert Mitchum de The Friends of Eddie Coyle (Peter Yates, 1973), Gene Hackman en La Conversación (Francis Coppola, 1974) o Dustin Hoffman en la magnífica Straight time (Ulu Grosbard, 1976); una línea víctimas/victimarios que se extiende desde el Frank Serpico de Al Pacino hasta Tom Rooker en Henry, retrato de un asesino en serie (John McNaughton, 1986), Joe Mantegna en Homicide (David Mamet, 1991) y George Clooney en The American (Anton Corbijn, 2010).
Desde el inicio del filme, desde antes incluso, Raúl está situado al interior de un círculo de soledad, autosuficiencia y depredación que él protege a todo evento cada vez que percibe una amenaza –y que le transforma de simple delincuente en sicópata, ante nuestros ojos-; un blindaje que lo deja por completo vulnerable hacia el final, cuando pierde el concurso de TV ante un sujeto que baila con más alegría y carisma que él. Repentinamente, su burbuja protectora se revienta. De golpe ya no es Tony, el hombre del terno blanco: Peralta queda expuesto a la intemperie; parado, esperando la micro a la salida del canal. A su lado e igualmente anónimo está el ganador, el “igualito” a Manero. El cine entero se pregunta si, tal como ha ido ocurriendo durante toda la historia, nuestro Tony eliminará el obstáculo que tiene por delante. Sería cosa de bajarse con el tipo, seguirlo hasta su casa. Parece tan fácil… Pero Raúl no hace nada, se queda sentado en su asiento, mirando el paisaje que se mueve por la ventana. Convertido en un pasajero más. En uno mas del resto.
EL GRAN ESCAPE
Película a película, Larraín y su equipo –Armstrong en imagen, Andrea Chignoli en montaje, Juan Cristóbal Meza en música, Polin Garbizu en diseño de producción y Juan de Dios Larraín en producción- han realizado un ejercicio de depuración que se ha vuelto más y más estricto, de manera que parece lógico que su tercer largometraje resulte aún más despojado que el anterior.
Tal cual. Frente a Tony Manero y sus repentinos arrebatos de exceso, Post Mortem es la contenida obra de un formalista, de alguien esforzado por hacer rendir al máximo un mínimo de recursos técnicos y estéticos desplegados para ofrecer al espectador un vistazo a los últimos días del Chile de la Unidad Popular y de los primeros tras el golpe militar. El vehículo aquí es otro solitario, Mario Cornejo (Alfredo Castro), distante funcionario del Instituto Médico Legal cuya obsesión con Nancy Puelma (Antonia Zegers), vecina suya y bailarina de cabaret, lo mantiene convenientemente distraído en esos convulsos días hasta que el 12 de septiembre de 1973 se encuentra en una habitación rodeado de doctores y militares, que asisten, toman notas y dan órdenes en la autopsia de Salvador Allende. ¿Testigo, actor o víctima de la gran Historia? Ninguna de las anteriores.
Cornejo no es un genio en crisis a lo Eliseo Montalbán, ni un sujeto entregado a sus propios delirios como Raúl Peralta. Empleado con contrato, dueño de casa, tímido enamorado, tipo silencioso. Puesto por escrito, esta suma de lugares comunes en busca de una personalidad fácilmente podrían confundirse con las características de un sujeto reprimido, aunque perfectamente capaz de funcionar en el mundo adulto y el ambiente laboral; pero hay que ver el rostro de Castro, ese titánico rictus de normalidad impreso en su cara desde principio a fin, para percibir hasta qué punto la bestia se encuentra encadenada y rabiosa en el interior. Nada hay de normal en Mario: el Fiat 600 que maneja cada día hacia el sector de Recoleta y Cementerio, la forma en que observa a Nancy, el grueso marco de sus lentes, su meticulosa caligrafía, el orden cardinal que reina en su desteñida casa o los radioactivos huevos que fríe en su cocina. Todo está pasado por el cedazo de la distorsión. Ni siquiera los objetos más vulgares parecen tales. ¿Es su mirada la que tuerce todo? ¿Es a través de sus ojos que vemos todas y cada una de las tomas del filme?
La pregunta es pertinente porque, aunque Larraín había demostrado una gran eficiencia técnica en sus trabajos anteriores, es en Post Mortem donde por fin su imagen y su puesta en escena se unen de forma coherente y efectiva.
Sea o no la trizada perspectiva de Mario Cornejo lo que se despliega ante el espectador, hay algo tras ese tono amarillento (conseguido por grupos de ampolletas agrupadas y bautizada por director y fotógrafo como “luz fiscal”) que se echa encima de toda la película como un velo más y más pesado, y que funciona como factor de unidad, de virtual advertencia de desastre a medida que los sueños del protagonista, la ansiedad acumulada, los horrores presenciados y una inminente sensación de frustración se apoderan de todo.
Si el realizador había buscado –queriendo o no- un tono tremendista y de frustrado expresionismo en Fuga e invocado los espectros del cine de los 70 en Tony Manero, las referencias gráficas de Post Mortem trajeron a la memoria de Larraín el look de diversos filmes soviéticos de fines de los 60, básicamente porque la película se rodó con lentes marca Lomo, fabricados durante aquellos años; pero, a decir verdad, las conexiones visuales que más saltan a la vista son ante todo godardianas: desde su composición en formato scope (2.35:1), a la manera casi geométrica de situar a los personajes en el plano, privilegiando la frontalidad y anulando a propósito la sensación de horizonte –“nunca se ve el cielo, en esta película”, ha comentado al respecto su director-, rematando en la patente desnaturalización de los objetos, incluso los más comunes y corrientes, como las sillas en el living de Mario.
¿De verdad este sujeto habita esa casa? ¿O simplemente la está usando como estación de paso para mirar a la del frente, la de Nancy, donde la gente entra y sale y la vida parece infinitamente más interesante, más real?
Tan real, de hecho, es Nancy –para Cornejo y para la película- que se transforma en el primer personaje femenino del cine de Larraín capaz de despegar de su condición utilitaria y postular a una identidad propia, independiente del par de ojos masculinos que la contempla sin descanso. Ello es visible desde el instante en que emerge como objeto de deseo en la virtuosa secuencia inicial, donde Mario entra al Bim Bam Bum, observa el show y luego –casi como en un sueño- ingresa a bambalinas sin que nadie haga amague de echarlo, luego entra por el pasillo hasta camerinos y aborda a Nancy en frío, aprovechando un momento de vulnerabilidad de la bailarina haciendo gala de una sangre fría que al principio confundimos por audacia, una que Cornejo va perdiendo en la medida que la propia relación pasa de ser una mera posibilidad a algo palbable, que supera el deseo y las ansias de observar al otro.
Insertos en esa nueva dimensión y orden, Nancy y Mario fracasan de modo miserable: su espectral salida nocturna rumbo al restorán chino, pasando a través de calles adoquinadas donde los transeúntes figuran tiesos, casi como postes, figura entre los encuentros más bizarros del cine chileno reciente y es cualquier cosa menos un interludio romántico. Al revés. Marca el punto en que sus respectivos mundos se separan. No hay nada que decirse o que entender. Lo que ambos tienen delante suyo es ni mas ni menos que un extraño.
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