Días de Campo, de Raúl Ruiz
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Que Raúl Ruiz no abandone sus referentes nacionales puede ser una señal de la persistencia de nuestra identidad cuando la dábamos por desaparecida. La invasión de las comodidades comunicacionales de la modernidad parecían estar acunando una dócil tendencia hacia la homologación de las formas y contenidos de los relatos audiovisuales. Pero ciertos signos en contrario, presentes en nuestro cine reciente, son muestra de una pertenencia a esas raíces vinculantes de la que toda cultura verdadera está constituida.

Obras como Huacho, Dawson, isla 10 y Mirageman no podrían haber sido filmadas impunemente en cualquier parte. Fuera de nuestras fronteras son reconocidas como parte de nuestra peculiaridad anímica y de nuestro paisaje humano. Ruiz en eso resulta campeón. Adonde vaya, y va a muchas partes, continúa expresando el patiperro mestizo, alimentado por Condorito y Nicanor Parra, al borde del delirio etílico y dueño de una vasta cultura universal. Ante los altares del Bicentenario podemos colocar ya una ofrenda de películas chilenas, que son algo más que películas filmadas en Chile y eso se lo debemos en gran medida a Ruiz.

Pero no todo lo que filma es oro.  Es que filma mucho y eso reduce las posibilidades de una calidad pareja y sostenida. Su incontinencia fílmica va aparejada a su imaginario barroco y a sus cruces culturales, que de tan desbordantes se transforman en un fin en sí mismos. Ruiz no se niega a nada y juguetón como es, busca pasarnos gatos por cuyes y a veces está muy cerca de lograrlo. Descubrimos la impostura con el aburrimiento que traen la reiteración de sus excesos o cuando el humor le flaquea. Por eso es que su última incursión televisiva se volvió soporífera. Afortunadamente no es el caso de Días de campo, hasta ahora su última obra cinematográfica realizada completamente en Chile.

En Días de campo la cosa se ve amenazante cuando el diálogo inicial entre el escritor Federico Gana, (el veterano y siempre eficaz Mario Montilles) en cuyos cuentos se inspira el filme, y el escritor Poli Délano juega demasiadas veces con los mismos recursos absurdos: “¿Y usted cuándo se murió?”. El desfile de los fósforos gigantes marca el punto límite de la paciencia que un espectador bien educado por Hollywood es capaz de tolerar. Curiosamente es también ahí donde comienza la parte más interesante de la película, aquella que parece justificar su título y en la que podemos recordar que Ruiz ha sido grande también por sus capacidades narrativas.

Las evocaciones de un mundo hecho de nostalgias, más o menos caricaturescas, puede que no sea la cuerda mejor para el cineasta, pero cierta ternura existente en los personajes y sus pequeños dramas hace que Ruiz se luzca chapoteando en la cultura campesina más tradicional, generando no pocos momentos de gran sugestión y belleza. La aparición del fantasma que se pasea a pleno día por el patio, o el Afuerino, incisivamente interpretado por Patricio Bunster, son ejemplos del virtuosismo del cineasta y de su equipo, especialmente el de fotografía, capitaneado por Inti Briones.

Pero hay más, a pesar de que lo mucho más que hay no siempre llega a un destino significativo, como la traviesa gotera que no viene de ninguna parte y que se traslada aleatoriamente de aquí para allá. El cruce con la historia de Rosita Renard, (Amparo Noguera) que no corresponde con la posible época de las evocaciones del protagonista, añade una melancolía adicional que Ruiz sabe dejar correr sin cortarle alas, como suele hacer con los materiales narrativos tradicionales. Afortunadamente en esta ocasión parece atrapado por el encanto anticuado de sus materiales y les da el vuelo suficiente como para que la evocación toque más de alguna fibra sensible y más de algún punto neurálgico de nuestra identidad. En eso Ruiz trata con bastante respeto al autor en que se inspira, pero sin evitar hacerlo suyo cuando le conviene. El resultado final es curioso, a ratos sugestivo, otros menos. Cuando utiliza anacronismos y distanciamientos el juego intelectual puede desorientar, pero nunca tanto como para perder la línea narrativa central.

Los sinuosos movimientos de cámara se mezclan con la acostumbrada solvencia de la música de Jorge Arriagada, hecha de inclusiones de Alfonso Leng y algunos temas folclóricos, que quedan perfectamente engarzados en la evocadora atmósfera creada por la ambientación y el reparto de intérpretes, que a pesar de su origen heterogéneo logra una cierta unidad que lima las diferencias más manifiestas de registro.

Sin que quede muy clara la intención de la anécdota, ni de la película, lo que se termina imponiendo es el magnetismo de ciertas imágenes, como la de la pareja bailando cueca en un parque, o la presencia muda de la antigua señora de fundo sentada en un sofá, que por sí sola sugiere un orden antiguo ya caduco, pero capaz aun de hacer emanar su magnetismo desde un rincón de la historia.

Ahí están los puntos fuertes del cine de Ruiz, hecho más de fragmentos que de unidades, de alusiones más que de discursos, de momentos suspendidos en el tiempo y conservados por el cine.