El primer largometraje de Dominga Sotomayor tiene varios caminos por el cual se le puede clasificar. Una es nombrarla una “road movie”, es decir, una película sobre un viaje en donde en el camino los personajes cambiarán para siempre. También se puede decir que es un filme familiar, donde el grupo va camino a un quiebre. O también que es sobre una niña de 10 años viviendo un momento definitorio para su próxima adolescencia o, en verdad, para su vida. Todo esto, en unas vacaciones, es decir, el verano como esos períodos bisagra, que definirá todo lo que vendrá. Esto último también puede ser otro encasillamiento.
Pero la película con una continencia y control minucioso, establece un equilibrio que la mantiene siempre al borde de estas tipificaciones, es decir, puede ser todo esto y ninguna a la vez. Todos los caminos están abiertos y esa indeterminación crea finalmente una atendible tensión que casi nunca se agota.
Desde el inicio, la cámara se pone del lado de Lucía, una niña que desde el asiento trasero de un auto algo desgastado (toda una metáfora del momento), sentada junto a su hermano menor (quien aún ve todo como un juego), empieza a sospechar que sus padres algo tienen, algo malo, algo que ha creado una distancia que ella no comprende del todo, pero intuye. Esos malestares que se camuflan en conversaciones confusas o en clave de los adultos, o esos rumores fuera de cuadro que abundan y que no dejan entrar ni siquiera al espectador, o en esas miradas o gestos duros que dan la espalda a la cámara y a Lucía.
Lo destacable del filme, es que todo esto se trata con una delicadeza que jamás nubla la inocencia y la frescura de los niños gracias a momentos de relajo y de armonía familiar (falsos o no, desde el mundo de los adultos) que seguramente (y a pesar de la angustia circundante) compondrán la memoria feliz de la futura Lucía, tal como esas canciones de Manuel Alejandro y Jeannette que se entonan en el viaje.
Así, con un ritmo pausado, pero que no cae en una contemplación exagerada ni hermética (de hecho es bastante clásica en su relato y visualidad), De jueves a domingo busca la instalación tanto de la nostalgia de la niñez como de los traumas primarios que conforman la personalidad, algo que se enfatiza con un tono decolorido, emparentado a las de las fotos polaroid. Suena ambicioso, pero con una coherencia visual buenamente calculada, con ese amable pulso, naturalidad y excelente delineamiento de sus personajes (que va de la mano de grandes actuaciones, donde destacan ambos niños), la película se convierte en un respetable y maduro reflejo de esa primera curva de la vida que definirá una adultez. Tal como todos los cambios y como todos esos veraneos: la tensa calma de lo doloroso y a la vez entrañable.