«Dawson, Isla 10», de Miguel Littin
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¿Por qué nos habrá costado tantas décadas poder filmar con propiedad el acontecimiento mayor de nuestra historia social en el siglo XX? Esto daría para un tema que excede estas líneas, que sólo servirán para dar cuenta de que el cine chileno está finalmente cumpliendo con su deber.

Dawson, Isla 10 es, como se sabe, la adaptación cinematográfica del libro homónimo de Sergio Bitar, realizada por Miguel Littin, en cuyo pasado cinematográfico lo político ha tenido un peso bajo el que se han plegado una respetable cantidad de buenas ideas, mejores intenciones y abultados presupuestos.

Pero el tiempo pasa y nos vamos volviendo sabios. La nueva película, con las dificultades físicas y económicas que supuso, más las inevitables polémicas entre sobrevivientes y cineasta, atempera los peligros en que pudo haber caído, gracias a una perspectiva narrativa serena, emocionante e íntima.

La nobleza del tema lo requería. Y el principal mérito de Littin fue el de haberse sometido a las exigencias del momento histórico, como antes lo hiciera con asertiva intuición en su célebre Chacal de Nahueltoro, sin duda su obra mayor. Aquí la mansedumbre ante la grandeza del paisaje y la dignidad de la historia llevan al cineasta a renunciar a su nociva tendencia a las significaciones simbólicas, y muy especialmente a su gusto por la épica, que es lo que más ha envejecido en el resto de su obra. Así, despojado, se ofrece a los pliegues más entrañables de un relato que nunca tiende el dedo acusador o vengativo hacia los opresores de un momento. Al respetar eso la película vence en la mitad de sus desafíos. La otra mitad está en comprobar si valió la pena el sacrificio de la retórica para descubrir algo nuevo en un relato amenazado de parecerse demasiado a otros que el cine, especialmente el europeo, ha explotado hasta la saciedad. Las historias en campos de concentración pueden a estas alturas ser previsibles. Conciente de ello Littin deja fluir la narración por distintos cauces, diluyendo el protagonismo del hablante Bitar en episodios paralelos, insertando diálogos de los oficiales a cargo e incluso los recuerdos borrosos del bombardeo a La Moneda y la muerte del Presidente Allende. El peligro mayor de tal opción se evidencia hacia el final, cuando el relato no consigue fluidamente cerrarse del todo y requiere recuperar la voz protagónica para un epílogo que poco añade a la extraordinaria eficacia de la escena de los detenidos trotando tras de un camión militar.

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La madurez del cineasta se evidencia en una nueva visión serena y lúcida sobre nuestra historia, la que ya no necesita de villanos, pero puede recurrir a desquiciados protegidos en instituciones involucradas en algo que no comprenden a cabalidad, pero que al final siempre están compuestas por seres humanos. Esto no significa una absolución exigida por el mercado, sino que una comprensión más profunda de los mecanismos que atrapan por igual a víctimas y victimarios, cuya mejor expresión la logra Luis Dubó, con un personaje que se roba la película por su carga vitalista, en nada ajena a las capacidades del intérprete.

Todo el extenso reparto es magnífico. Benjamín Vicuña demuestra con creces la amplitud de sus capacidades al no dejarse tentar por su propio encanto y optar en vez por escudriñar en las emociones más sutiles y sosegadas de su personaje. Matías Vega sorprende con igual sobriedad y una carga emocional de largo efecto. La medida del alto nivel del conjunto la podría dar Cristián de la Fuente, quien nunca había dado muestras hasta ahora de tener algo más que energía muscular y que aquí resulta convincente en su desagradable personaje.

Mención aparte merece la composición musical de Juan Cristóbal Meza, sugestiva y atmosférica, que se permite incluir una canción final cuya letra es el último discurso de Allende.

Poco añaden los episodios referidos al bombardeo de La Moneda y la voz del narrador, pero son inserciones esmeradas y prudentes, ajenas a todo énfasis y a todo intento por conducir a un terreno preconcebido las conclusiones del relato.

Como siempre espléndida la contribución de Joan Littin en fotografía que logra no engolosinarse con bellos paisajes y efectos de luz, sino que se suma a la sobriedad de la puesta en escena y del tema además de otorgarle a las imágenes una textura que contribuye a la sensación de estar asistiendo a la recreación de un episodio histórico.

Se podría afirmar que Dawson, Isla 10 es un gran logro del cine chileno en su privilegiada responsabilidad por dar la imagen de nuestra historia. Si esto pudiera parecer insufriblemente serio y trascendente, la película se las arregla para sazonar de humor, de verdad humana y de emoción auténtica este episodio de nuestro reciente pasado. Que además nos deje la prístina sensación de una purificación catártica puede que sea al final lo más importante de todo.