Vivir allí no es el infierno, es el fuego del desierto…, de Javiera Véliz

Este largometraje documental con el que debuta como directora la cineasta Javiera Véliz, se instala desde el ángulo visual, con una propuesta fotográfica que realza la belleza del paisaje de un poblado de agricultores ubicado entre las desembocaduras de los ríos Copiapó y Totoral. La historia de estas personas es la historia de generaciones que llevan el oficio de la agricultura en su sangre. Pero el tiempo ha aislado a esta población, ya anciana, que padece aparentemente de una generación más joven que la reemplace en la labor de la agricultura. En la película vemos como los personajes se sumergen en la vida del paisaje, de los animales y de los ríos, como una sola realidad. En la cotidianidad de su labor, la muerte  pareciera amenazar desde el paso del tiempo, y los hombres ancianos siguen caminando junto a su rebaño. El documental logra plasmar esta atmósfera de un terreno que juega entre la vida y el olvido a través de planos amplios y encuadres simétricos ante la belleza del desierto y su vegetación. No hay información explícita, no hay entrevistas, ni tampoco diálogos. Ello permite un acercamiento desde lo visual y sensorial que invita a penetrar en un mundo o a dejarlo ir como meras imágenes de paisaje. La existencia humana se instala desde su pequeñez, aislada si no fuera por la fuerza de la naturaleza que la cobija. La voz humana es reemplazada por el gemido de las cabras; la luz del sol anuncia la llegada del día y la noche; el viento amenaza y atiende desde su amabilidad o furia.

No obstante, la propuesta del documental genera una curiosa conformidad con la problemática que plantea, al no hacerse cargo de más capas que se integren en un argumento crítico. Si bien es parte de la propuesta resolver la obra desde la contemplación, la pasividad de este retrato deja preguntas invisibles que poco invitan a reflexionar en la profundidad de lo que indagan. ¿Existe una población que huye de su contexto? ¿Dónde están estas generaciones, a qué aspiran? Y ¿qué piensan aquellos agricultores ancianos? Lo que pudo haber desembocado en un interesante trabajo etnográfico y reflexivo prefirió optar por los resultados que conllevan un registro y trabajo de mera observación, fotografía y sonido, y entonces sus personajes son sustraídos de sus voces y opinión, de su posible desencanto. No sabemos qué piensan, no sabemos qué sienten, más bien nos quedamos con la distante impresión de que la naturaleza que los cuida también los ha dejado morir, y junto a ello, surge un inevitable cuestionamiento sobre el género de documental observacional, y el peligro de mostrar una realidad sin penetrarla, sin proponerse un desafío al interpelar su cosmovisión, o de que, al serle tan fiel en su retrato, la voz autoral se esfume al punto de no dejar huellas de sus intenciones.