Tres miradas a la calle, de Naum Kramarenco
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Naum Kramarenco es un caso singular en el cine chileno. Sin ser un creador, ni un hábil productor, ni tampoco un sagaz artesano, supo construir algunas obras de corto alcance, pero que en su momento fueron importantes para mantener la frente en alto del cine chileno. Hoy pueden haber sido relegadas de la memoria colectiva, pero no se le debieran ahorrar los honores del trabajo cumplido y de la dignidad a toda prueba.

Tres miradas a la calle fue su debut y se comprueba en todo momento que lo suyo era el hacer con empuje más que con grandes ideas. Era un autodidacta y se le nota en el esmero por evitar que se le note. Sin duda hay preocupación por hacer las cosas bien, al menos en el primer y el tercer cuento. El segundo es un raro engendro de documental turístico embutido en un argumento tan improbable como poco interesante, que deja la sensación del relleno, del entremés divertido después del drama inicial. El plato fuerte sigue siendo el primer relato, en el que la joven Orietta Escámez se muestra con desenvoltura y eficacia ante la cámara que no la abandona un instante. Actriz de matriz teatral evidente y de un registro acotado, en su debut cinematográfico exhibe rasgos de expresividad sutil y realista, que de haber sido mejor explotados por el medio la podrían haber convertido en una importante intérprete en pantalla. Pero el cine chileno de aquellos tiempos no podía permitirse una continuidad productiva, que es lo que lleva a la maduración y a las obras mayores. Aparte del mérito de su sufrida protagonista ese primer cuento se las arregla con decoro para mostrar un cuadro de pobreza y machismo que podría considerarse como un recuerdo de nuestro medioevo, sino fuera porque el problema sigue sin resolverse a cabalidad. Filmado en escenarios reales, que en los interiores parecen estudio por lo acicalada de la fotografía, y con algunos personajes secundarios convincentes, su efectividad se ve menoscabada por los gruesos trazos con que se describen los hombres y los consiguientes desbordes melodramáticos.

El tercer relato es, por el contrario, un artificio completo. Esto no significa que carezca de interés, pero se necesita mayor destreza narrativa para sostener una intriga que se inclina demasiado hacia lo fantástico para después explicarse como un sueño. Sin embargo los intérpretes funcionan bastante bien. Marcelo Gaete, gran actor fallecido en Costa Rica, es el protagonista perfecto, pero además entre los secundarios está el debut en la pantalla de Luis Alarcón, uno de los actores definitivos de nuestro cine y que hasta hoy sigue arrancando aplausos con sus acertadas composiciones. (Recomendación absoluta: la escena final de Mandrill, de próximo estreno). A estos méritos habría que sumar la adecuada ambientación y una fotografía de claroscuros que resultan fundamentales para hacer funcionar el mecanismo algo absurdo del relato.

Tres miradas a la calle conserva su sitio discreto, pero seguro dentro del cine chileno. No es una obra indispensable, pero soslayarla definitivamente a la hora de las revisiones tampoco sería correcto, ni justo. Logra mantener un interés fluctuante y una identidad clara frente a la realidad que desea retratar, así sea una ficción disparatada como la del tercer relato. Logra también darnos pistas sobre el origen y desarrollo del realismo social que en la década siguiente sería la fuente nutricional de las mayores ambiciones de nuestro cine. Logra finalmente dejar instalados algunos apuntes aproximados sobre nuestras carencias y pretensiones más evidentes, (“se nota que este whisky es de Arica”) y nuestras viejas ambiciones por abarcar registros narrativos incompatibles. Se volvería a intentar varias veces el recurso de los tres relatos, con sensible disparidad en los resultados. El chacotero sentimental  es el más célebre ejemplo e Historias de fútbol el más equilibrado.

Naum Kramarenco volvería con ímpetu a realizar cine y lo lograría con bastante eficacia en la década siguiente. Pero era un cineasta que hubiera necesitado de un buen productor que le hubiera aliviado la carga de tener que gestionar todo él mismo, con el consiguiente menoscabo de su trabajo como director. Ya lo sabemos que la historia sacrifica a algunos para que después otros tomen el relevo más aliviado. Por eso debiéramos estarle agradecidos.