El documental chileno ha encontrado en Patricio Guzmánun continuador de ciertas tendencias ya probadas, pero también un porfiado y memorioso innovador de un género como el documental, que en Chile ha alcanzado notables alturas y un peligroso desconocimiento masivo.
Bien se ilustra esto en Salvador Allende, un título que es todo un programa, un desafío y un riesgo. El nombre del presidente socialista está lejos aun de concitar consensos y probablemente nunca lo logrará. Pero está aun más lejos de dejar indiferente a nadie, especialmente en Chile, donde las consecuencias de su paso por La Moneda han resultado ser de muy larga memoria. Guzmán estaba conciente que su empresa provocaría polémica y en vez de intentar un equilibrio estratégico y a la larga neutral para no perder público, (como lo ha hecho el muy prudente, y muy corriente, cine de ficción nacional) opta con manifiesta valentía por decir lo que realmente piensa sobre el personaje histórico. Que esté equivocado o no en sus apreciaciones es mucho menos importante que los resultados cinematográficos que su posición le permite obtener. Principalmente porque el cine de Guzmán no intenta demostrar ante el espectador la validez de su visión, como lo hace por ejemplo el casi didáctico Michael Moore, (actitud comprensible si se viene de la televisión y se apela al público medio norteamericano). Acá simplemente se nos expone diáfanamente el ángulo desde el que observa su material, dejándonos la posibilidad de que no nos convenza con todo. Después de todo esto es cine, un arte en donde todo se juega en el punto de vista.
Salvador Allende está construida desde las emociones de la nostalgia más que desde la ideología, lo que evita el peligro de transformarla en la historia oficial, o peor aun, en más de lo que ya sabíamos antes de ver la película. Sorprende todavía descubrir ciertos aspectos íntimos del ex presidente; perturban algunos testimonios casi candorosos, como el del ex embajador norteamericano; impresionan las imágenes pretéritas de un país épico, coral, cuya capacidad de comunicación verbal hoy no sabemos dónde está. Conmueve por los rostros verdaderos de unos sobrevivientes que probablemente nunca comprenderán del todo lo que les pasó, pero cuya sinceridad por tratar de explicarlo puede constituir sublime testimonio de una historia que con el tiempo alcanzará niveles inigualables de significación. De ahí en adelante la película parece ganar su desafío y justificarse a plenitud.
Como suele suceder con Guzmán, el brillante montaje le saca chispas al material blanco y negro de archivo, mientras la cámara en colores que descubre restos, trozos, huellas de lo que la indiferencia está sepultando, resulta ser el contrapunto perfecto que coloca en tensión al presente, jalonado de reminiscencias y tensiones inexploradas. Por ahí es donde Guzmán termina por convencer a plenitud con su punto de vista, que nunca pretende sea el nuestro, pero al ofrecer el propio nos deja la libertad que él añora de una época ya cerrada, interrumpida definitivamente, pero bella por la misma imposibilidad de alcanzarla. La explícita honestidad de su perspectiva explica porque Guzmán filma películas y no discursea sobre ideas políticas vetustas. Para un joven contemporáneo puede que sea esta la mejor lección de historia nacional que el cine podía proporcionarle.
Como corolario, de fuerte impacto emocional, Gonzalo Millán recita uno de sus mayores poemas invitando al tiempo a invertir el orden de los acontecimientos, con lo que se cierra un documental que porfía en hacer presente la historia con su belleza y dolores aun no sedimentados. Con esos materiales la base del monumento que Guzmán pretendía construir se eleva a la altura que la película requería.