Raúl Ruiz, y el cuerpo repartido
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Pretender interpretarlo todo es algo que Raúl Ruiz nunca intentó. Tal vez su abundante obra fue una aproximación a un solo motivo, averiguarlo será tarea de varias generaciones. Puedo imaginar los próximos setenta años y a un ejército de exegetas buscando, por ejemplo, una silla del bar El Bosco donde dijeron que una vez estuvo sentado hasta la hora del…

Raúl Ruiz fue mi profesor y luego ocasional y distante amigo por cuarenta años, pero nunca pretendí mucha intimidad con él, porque eso podía ser agobiante para un frágil esqueleto. Pero junto con otros anduvimos por aquí y por allá recogiendo algunas piedritas que dejó en sus paseos laberínticos por la vida. Hoy trato de ordenar las que tengo para darles un sentido posible y sólo veo fragmentación, pero no caos. Por ahí me aventuro para compartir algunas pistas aproximadas, que tal vez iluminen un pequeño tramo de los futuros investigadores de sillas.

Nunca fue la mesura una característica del personaje. El ejercicio intelectual sin abundantes libaciones le era inconcebible, como la posibilidad de ser siempre serio. Años ha, jugando a un juego que se demostró profético se le preguntó cuál sería su exilio favorito y respondió algo así como “cualquier país con buenos bares”. Francia tiene también buenos mostos, buenas librerías, buenas cinematecas y presupuestos más generosos que nuestros bien intencionados Fondart.

Como buen espíritu barroco no subscribía aquello de que lo más cercano entre dos puntos era una línea recta. Ante una afirmación de Wim Wenders de que no se podía ya contar una historia, Ruiz rápido contestó: “… una no, pero dos sí.” Se le suelen atribuir cantidades infinitas de películas a lo que él respondía con un ambiguo: “…pero no las he visto todas”.

Locuaz y tímido, discreto y torrencial, creativo y delirante era, sin embargo muy lúcido. Nada pareciera presentarle dificultades a la hora de saciar su curiosidad. El folclor convivía con la física cuántica, la epistemología y los chistes escatológicos. No contento con dichas armas Ruiz utilizaba todas las disciplinas intelectuales que le podían servir y, con coherencia digna de un obseso, las abandonaba por otros motivos que se le iban presentando en sus persistentes digresiones. Sostenía que la mente humana no funciona por construcciones establecidas a priori, sino que por asociaciones de varia motivación, nunca iguales entre sí, pero lo suficientemente parecidas como para dejarnos atrapados en un círculo que parece infinito, en los que el antes y el después resultan convenciones lineales que al final del texto narrativo, ¿o su real comienzo?, terminan por parecer añejas, pero igualmente encantadoras.

El laberinto es una figura mítica que Ruiz tenía incorporada en su ADN. Su madre era chilota y su padre un marino mercante. Hijo único, regalón y travieso, dotado de una memoria bastante notable y de gran curiosidad. No le costó nada ingresar al laberinto de la cultura que heredaba, pero salir se demostró complicado sin la ayuda de Ariadna. Ella llegaría en la forma de Valeria Sarmiento, ejemplar cineasta, montajista y esposa por más de cuarenta años.

En esos recorridos por canales chilotes, bosques milenarios o puertos hipotéticos, Ruiz fue apasionándose por las probabilidades y las estructuras que se repiten, los fractales, el ajedrez, los saltos en el tiempo y los espejos, constituían parte de su habitual repertorio. Nada de eso facilitaba su llegada al público y los: “Exijo una explicación” no eran una simple cita de Condorito, en París, lo mismo que en Nueva York, o el Cine-Arte Normandie, el coro que entonaba la letanía era más y más numeroso.

Pero Ruiz poco podía hacer para neutralizar la necesidad de lógica en un mundo repetido como el nuestro.

El tiempo recobrado para la subjetividad, la relatividad, el reordenamiento de la voluntad, hacen que todo relato de Ruiz sea un mosaico laberíntico cercano a las asociaciones libres del surrealismo, tan caro a él como a Matta, a los Parra y al habla coloquial chilena.

En cierta ocasión contó esta historia ante un auditorio ya amortiguado de sensaciones por causa de los efluvios etílicos del “Welcome”, un bar más chileno que no se podía y que quedaba en Alameda, cerca de Lira. Contaba Ruiz: “Un niño descubre una mano a los pies de un árbol en el que está meando. Es una mano cortada. La policía dice que es de mujer. A cierta distancia física y temporal una mujer encuentra un pie, luego un hombre tropieza con una cabeza y le pide disculpas por estar borracho. La policía decide armar el puzzle, pero faltan piezas. A medida de que se puede recomponer el cuerpo se observa que todos los trozos están ordenados formando un círculo a través de la ciudad y buscando el centro del círculo debiera estar el asesino, pero el centro corresponde al cuartel de la policía que está investigando el crimen. ¿Quién es el asesino?” Nadie aventuró una respuesta por las razones antes expuestas. Recuerdo haber aventurado la posibilidad que el policía reordenara los trozos para culpar a un compañero. Ruiz molesto con esa posibilidad propuso que los perros amaestrados de la mujer habían repartido los trozos para culpar a la policía siguiendo un plan maquinado por la propia víctima. “Pero eso no lo creería nadie” se dijo a sí mismo.

A la luz de las películas posteriores de Ruiz es muy fácil reconocer en esta historia sus propuestas estructurales y su libro “Poética del cine”. Todo está siempre fraccionado y a veces un personaje son dos y las simetrías proponen otras divisiones posibles. No hay solución para relatos así, porque no hay conflicto central. Tres tristes tigres ya contenía esto y hasta donde he podido verla Los misterios de Lisboa también. De hecho Ruiz estaba pensando en ir a la India para seguir los pasos del padre Dinis, el personaje más intrigante de su monumental película.

La aventura tenía que continuar y es muy probable que así sea, durante los próximos setenta años por lo menos.