Poesía sin fin: el arte de perdonar
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Lo más sorprendente de Poesía sin fin (2016) es que Alejandro Jodorowsky –con casi 90 años– logra una obra vibrante y coherente con ese imaginario lúdico, desfachatado y visceral que ha cultivado sagradamente desde Fando y Lis (1967). Aquel tratamiento imaginativo no decae en magnitud, aunque pertenezca a un tipo alegórico hoy en desuso, y tampoco disminuye en estridencia o provocación externa, de ahí que se consolide una cierta resolución. Pues, tras ese reiterativo barullo visual, casi siempre desconcertante, el autor logra deslizar –al fin– una tesis luminosa, generosa y sanadora respecto todas esas trancas angustiantes que antes desplegó mediante crípticas escenificaciones. Y a la vez apunta atinadas observaciones respecto el mundillo artistoide en que se sumergió luego de huir de su familia.

Si bien en La danza de la realidad (2013) el psicomago abordaba pasajes autobiográficos infantiles contextualizados en su natal Tocopilla, el verdadero protagonista –u objeto del escrutinio– era la figura paterna (interpretado por Brontis, su hijo mayor). El progenitor era representado como un despótico comerciante, obtuso hasta lo inverosímil, que a través de un atribulado periplo era sometido a toda clase de pruebas-castigos no del todo conducentes. Y es que con todo, aquel no cambió. Porque, claro, para sanar, el acto simbólico que resolverá el bloqueo interno lo debe concretar uno, el interesado, que debe involucrarse activamente.

En Poesía sin fin, que se plantea como una secuela, la familia ha emigrado a un Santiago miserable e indolente, una selva gris sin ternura ni piedad, donde todos se tratan de chingar. Los conocidos rasgos del padre solo se han potenciado. Brutal y paranoico, el vendedor ansía que su hijo sea médico a toda costa. Y cuando el mercachifle sorprende al adolescente leyendo a escondidas versos de García Lorca monta en cólera: la poesía es para aquel un rasgo característico de “maricones”, es decir, en esa época, la peor de las degeneraciones y las deshonras. Reprimido lo que era un simple gozo estético por la fuerza creadora de la palabra, el Jodorowsky adolescente se rebela yéndose del hogar para buscar en la bohemia a quienes compartan su anhelo por belleza y arte. Un viaje no carente de excesos y a la vez aprendizajes.

En primera instancia, lo que acá Jodorowsky comienza a ilustrar, es la típica y reiterativa caricatura –ya añeja y previsible– de esa trouppe de artistas-fenómenos, de sujetos tan excéntricos como penosos, y que en su afán por desafiar las castradoras convenciones sociales acaban siendo tristes saltimbanquis atrapados en un circuito ombliguista y endogámico. Así en parte, son representados tanto Stella Díaz Varín (promiscua, alcohólica, ¿poeta?), como Enrique Lihn (lineal, neurótico, cornudo), y así varios otros anónimos personajes. Excepto Nicanor Parra, un contenido, estable y preclaro profesor que se distancia de los fallidos rupturistas con su enigmática circunspección. Tal vez el verdadero y único sabio acá.

Contra toda visible obviedad, Jodorowsky no construye solo otra película carnavalesca o minada de provocaciones fisiológicas, ni tampoco una apología a cierta generación perdida que pudiese añorar con nostalgia. El cineasta evidencia grietas y las asume incluso con bastante dignidad. No se toma tan en serio ni a sí mismo esta vez. Pues aquella minúscula presencia parriana se vuelve clarificadora mediante sutiles apuntes a pesar de su breve existencia en cámara. Y es que además esos artistas fugaces y las monótonas juergas parecen cansar al joven Jodorowsky. De hecho en una sorpresiva intromisión, el padre algo ya desesperado por su extraviado hijo, alcanza a deslizar más sentido común que todos los rebuscados actos “poéticos” antes vistos.

Ese padre, que torpe y brutalmente instó a que Alejandro fuera un médico, que tuviera una profesión decente y pragmática, logra paradójicamente, a pesar de un rodeo de 70 años, concretar su cometido: Jodorowsky ha terminado por construir una obra-práctica-voz profundamente terapéutica, lúcida, de vocación sanadora, porque ha comprendido que una escenificación recargada de histrionismo explosivo carece de sentido si no apela a resolver efectivamente asuntos traumáticos o dolores indescifrables. En Poesía sin fin lo que brilla no es lo evidente, lo visible, ese aparatoso frenesí circense, sino el trasfondo de esos actos chocantes, que es liberar el malestar para: aprender, resolver, concretar, superar. Llenar de sentido la muchas veces caótica y absurda existencia.

Si bien Jodorowsky no estudió formalmente medicina, y creyó esquivar la agresiva indicación de un padre odioso y antipático hasta el hartazgo, no obstante, a partir de una larga búsqueda con pretensiones creativas, retornó como el hijo pródigo a ese anhelo original para cumplir una voluntad predeterminada y mucho más grande que su ego. La tradición y ese dictamen vocacional inoculados con tosquedad triunfaron a pesar de las múltiples y evasivas volteretas. Porque más allá de toda búsqueda artística lo que Jodorowsky ha procurado las últimas décadas es sanar de forma alternativa malestares que escapan de lo racional a través procedimientos ingeniosos, simbólicos, psicodramáticos, que tiendan a concretar lo que no pudo o se atrevió a hacer un determinado paciente a causa de una serie de represiones sociales. Así, el atribulado autor ha resuelto ese subjetivo malestar y ha condonado lo que acaso nunca requirió más que tiempo y disposición para comprender y perdonar.