«Neruda» de Pablo Larraín: un laberinto sin salida
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Hace dos años se estrenó otra película llamada Neruda, dirigida por Manuel Basoalto, y que también se situaba en aquellos días en que el poeta escapaba de la “Ley maldita” que en 1948 proscribió al Partido Comunista, provocando su obligada huida del país. Fue esta una película apegada a la figura más oficial de Neruda. Una cinta-monumento, repleta de escenas que más bien eran postales heroicas de un hombre excepcional. Pero en el fondo, poco se aventuraba por adentrarse en sus motivaciones e inseguridades más profundas, las que posibilitaban su innegable poderío poético y su inmenso magnetismo popular. Terminaba siendo un filme sin fuerza y que decía demasiado poco.

Frente a ella, el Neruda de Pablo Larraín está en las antípodas, aunque retrata los mismos acontecimientos y se titula de la misma forma. En esta última película escrita por el dramaturgo Guillermo Calderón, el poeta está lejos de ser un hombre íntegro, de hecho, es más bien incoherente con la fuerza y altura moral de su obra, incluso de su pensamiento político. Tal como lo relata su antagonista, el resentido detective Óscar Peluchonneau (Gael García Bernal), Neruda es un comunista sumergido en los placeres de la pequeño-burguesía más caricaturesca. Un rock-star en su momento más álgido. Sexo, comilonas y fiestas eternas son el fuego de su talento, también de su ambición, que no sólo se contenta con su dominio literario, sino que además busca el poder político.

En esta línea, los primeros minutos de Neruda son envolventes, seductores y con una idea que es coherente a la obra de Larraín y su visión sobre el poder. El poeta es un senador desenfadado, totalmente acorde a una clase política disfrazada de una solemnidad de cartón. Las discusiones se dan en los baños, mientras orinan y se palabrean como si estuvieran en una cantina. Así, tal como en Tony Manero, Post-Mortem, El Club y, sobre todo en No, Larraín nuevamente nos dice que toda discusión política en Chile se da con el garrote en una mano y con un fuerte individualismo (intrínseco al chileno) en la otra.

Pero este comienzo apasionante comienza con el correr de los minutos a enredarse con el antagonista. Un detective de una verborragia abundante, de frases floridas y resentidas, que denota un amor-odio hacia el poeta. Peroratas que se hacen demasiadas reiterativas y pesadas con el andar del filme. La intención es convertir a Peluchonneau en la llave para desatar aún más a la película, con él se abre la posibilidad de coquetear con el cine negro y con su esencia heroica y trágica a la vez. Si bien en términos estéticos la apuesta es notable gracias a la cámara de Sergio Armstrong, en el fondo este compromiso genérico no cuaja del todo, primero que todo, porque instala una promesa que no se cumple: no se logra una tensión en la pesquisa, no hay una persecución encarnizada. 

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La intención parece responder a la idea de Larraín de enredar la Historia (con mayúsculas) con una ficción que haga brotar monstruos y heridas que explique un apesadumbrado presente. En este caso, también la imposibilidad de comprender a un artista, como en Fuga. Y coherente a su obra, esa estrategia nace primero desde lo visual. Primero, con un montaje repleto de elipsis temporales, incluyendo una precursora propuesta donde un diálogo entre dos personajes se da en distintos espacios temporales (algo que ya había explorado en No). Junto a ello, la ya mencionada fotografía, llena de prismas, contrastes y angulaciones sorpresivas, como inclinando la cinta hacia lo onírico.

Pero esta intención se sobrecarga en demasía con la insistencia de darle carne a un «inventado» Peluchonneau (que a la larga es más poeta que el mismo poeta) y en esquivar en demasía al Neruda histórico, y es ahí donde la película se va desequilibrando. La idea buscada es que el detective sea la encarnación del deseo épico de Neruda, él sería su llave para generar una huida legendaria, convirtiéndose en un personaje nacido casi desde la misma imaginación del poeta. Es casi un fantasma.

Si bien esta idea es de todas maneras estimulante, la película se vuelve entonces muy barroca, con muchas escenas (y actores reconocidos haciendo casi de extras) que pueblan la cinta de matices, voces e ideas que la densifican y, además, la dispersan al no complementarse del todo. De hecho hay un par de momentos ejecutados notablemente: uno con Roberto Farías y otro con Amparo Noguera, que en el resultado final pierden peso entre tantos lineamientos.

Y es cuando las dos Neruda, la de Basoalto y la de Larraín coinciden. Porque si bien la primera hacía y decía muy poco sobre el poeta, la segunda dice tanto, demasiado, al punto que no queda claro qué es lo que en el fondo busca plantear en torno a su figura. Se convierte, igual que en la primera, en una cinta muy inofensiva sobre la figura del poeta, a pesar de sus intentos desmitificadores los que, a la larga, se sienten más como un rebelde jugueteo histórico, bastante bien ejecutado en la forma, pero algo fallido en el fondo. Es, finalmente, una película de recortes, restos, que tampoco logran configurar del todo una ambigüedad o la construcción de una figura totalmente inalcanzable. Con tantos ingredientes dentro de la olla, resulta difícil revolver todo y obtener algún sabor claro.

El resultado deja sólo sospechas en medio de una excesiva ambición simbólica, en donde incluso uno termina preguntándose qué tan necesaria era usar la figura de Neruda para hacer todo esto, cuando finalmente el personaje histórico es tan abandonado. Parece, finalmente, ser un pretexto para hablar sobre algo que nunca llega a concretarse.