Lucía, de Niles Atallah
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La ópera prima de Niles Atallah podría perfectamente entrar en la categoría del denominado “cine contemplativo contemporáneo”, que –simplificadamente- podríamos decir que agrupa a aquellas películas que se caracterizan por narrar historias cotidianas, de pocos personajes a través de planos fijos, escasos diálogos y un tempo pausado. Por su accesible nivel de producción –pequeños equipos técnicos, factibilidad de filmar en digital, etc.-  e interés en el circuito de festivales, hemos visto como en los últimos años este estilo de películas se han multiplicado en el cine independiente nacional y extranjero con resultados en algunos casos excelentes, en otros, decepcionantes.

El riesgo, a mi parecer, de este “cine contemplativo” es que –en muchos casos- entrega pocas herramientas al espectador para participar de la obra que se le presenta lo que produce que éste se distancie y, finalmente, se aburra. El problema no es la falta de diálogos o los planos pausados, sino la indiferencia que parecen tener muchos cineastas al público al que se supone que le hablan. Ese no es el caso de Lucía, que en su construcción va abriendo varias ventanas posibles para que el espectador pueda ir armando su propia mirada de esta no tan sencilla historia.

De entrada parece simple: una mujer chilena (Gabriela Aguilera), soltera, que trabaja como costurera en una pequeña fábrica y vive con su padre –un notable Gregory Cohen-. retirado en una casona en un sector antiguo de Santiago en el contexto de los días en que muere y es enterrado Pinochet. Lateralmente aparece un personaje interpretado por Eduardo Barril que es conocido de Lucía y que es  acusado de haber cometido delitos de lesa humanidad durante la dictadura. Aunque no se ahonda en estos puntos –sabemos de los hechos a través de la televisión que constantemente está viendo el padre de Lucía- esta situación temporal le otorga a la historia toda una riqueza de significados que, combinados por el deambular de los personajes en un Santiago -que cambia rápidamente y en donde los rascacielos van ganándole terreno a los barrios en la misma medida que van robándole metros al habitar de los santiaguinos- va armando una imagen compleja del Chile actual. De alguna manera Lucía se transforma en una sentida película sobre los chilenos de la transición que se mueven melancólicamente entre los fantasmas de los duelos no hechos y el vertiginoso avanzar de la modernidad impuesta.

Estas reflexiones son posibles a partir de cómo se nos cuenta esta historia, por lo que hay que relevar la cuidada y eficiente puesta en escena y montaje del filme. Si consideramos que el buen cine nos ayuda a mirar la realidad como por primera vez, el trabajo de todo el equipo de arte y fotografía de esta cinta, que incluye los talentos de Inti Briones y Jose Luis Torres Leiva, merece ser destacado. La gracia es que para sorprendernos no hace sino utilizar los elementos cotidianos y coherentes a la realidad de los personajes, además de algunos interesantes recursos de montaje, con tal delicadeza y precisión que logra crear imágenes absolutamente trascendentes.

En sus casi ochenta minutos Lucía tiene éxito allí donde pocas cintas chilenas lo logran. Crea imágenes de singular belleza, al tiempo que da cuenta de una realidad cotidiana, profunda, en algunas ocasiones dolorosas. Permite darle una mirada al Chile que hemos sido -al Chile que hoy nos duele- con acidez y ternura, con una destreza que invita a hacer preguntas y despertar inquietudes.