Los Náufragos, de Miguel Littin
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El retorno a Chile es un tópico de la narrativa de los años noventa. Inevitablemente tenía que darse así. El largo período de la dictadura con su carga de anhelos, frustraciones y esperanzas mezcladas sin organicidad clara, produjo una cierta cantidad de obras en la literatura nacional. La mayor parte de ellas tenían más de desahogo que de reflexión dirigida al público, lo que puede ser comprensible ampliamente, pero no siempre admirable desde la perspectiva de los resultados estéticos. La confusión entre los propios sentimientos y la admisión madura de los cambios sufridos, o gozados, por el país, parece haber entorpecido la claridad y la lucidez que tal tema merecía. Al colocar delante la experiencia personal y detrás el acontecer histórico, a éste se culpaba de todos los males sufridos por el individuo, que sólo por serlo ya parecía absuelto de todo pecado en lo acontecido. Y si existían culpas era la de la derrota simple y llana. Ni asomo de responsabilidades compartidas, sólo autocompasión.

Así parte la primera película de Miguel Littin filmada en Chile desde La tierra prometida. El retornado, su hermano desaparecido y la mujer que se quedó, que obedecen a los improbables nombres de Aarón, Ur e Ysol.

Todo se prefigura desde el comienzo con las categorías absolutas del desastre. El pasado idealizado por recuerdos “poéticos”, el presente gris y desquiciado y el hogar destruido, como un esperpento más imaginado que real.

Atrapado en estas coordenadas, el relato no deja espacio para imaginar nada, a lo más tratar de armarse el cuento con las hilachas disponibles. Nada muy estimulante por cierto. Desde el título la sensación de derrota, de dolor no procesado y de oscuridad anímica, dominan hasta el último rincón de la película. La sobresignificación aplasta un conjunto de trazos narrativos, algunos de los cuales poseen posibilidades interesantes, pero que nunca logran desarrollarse a causa de la pesadumbre general. Sin embargo a mitad de la película surge una secuencia notable que permite suponer lo que pudo ser un gran relato sobre el Chile actual. En una borrachera Luís Alarcón (brillante y dosificado, como suele serlo en sus mejores momentos) se justifica ante dos prostitutas y al protagonista. Más que desgarro lo que el personaje expresa es una resuelta conformidad con las circunstancias, en medio de una playa gris y nublada, que resume mejor que nada todo lo que la película intenta articular.

Pero la escena siguiente ya nos trae de vuelta a la monótona y machacona enumeración de las infinitas calamidades, declamadas con énfasis por Marés González, mientras Marcelo Romo llora y suplica.

Mal consejero puede ser el dolor cuando se lo deja fluir sin formas reconocibles por los demás. La película tiene mucho de ejercicio catártico y se le nota hasta la saturación. Todos los personajes están ahí para decir sentencias de mármol en una atmósfera atosigante, sólo interesante por la prolija fotografía de Hans Burmann. Pero emoción para el espectador hay muy poca y disfrute, casi ninguno.

Una pena, porque el esfuerzo productivo era evidente, el oficio cinematográfico de Littin abunda y la ambientación pudo ser magnífica, pero entre la épica de la derrota, la ideología y las alegorías varias, la humanidad de los personajes pasó a pérdida. Y el cine necesita espectadores, dispuestos a compartir incluso el sufrimiento, pero que no perdonan la exclusión, justo lo que la película, quizás involuntariamente, promueve con su voluntad de ser un organigrama infinito de símbolos en los que pocos se pueden reconocer.