Los años inaugurales del cine chileno, por Eliana Jara
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Tal vez era la riqueza  producida por el salitre lo que permitía a las clases dirigentes, que vivían con la mirada puesta en Europa, sentirse merecedoras de conocer y disfrutar de  los grandes inventos, los cuales no paraban de asombrar al mundo en las postrimerías del siglo XIX. Uno de éstos, la novedad por excelencia, era cinematógrafo Lumière, que no tardará en conocerse en la ciudad de Santiago, en agosto de 1896, muy poco después de su presentación en París. En los meses siguientes se desata una suerte de  competencia  entre estas máquinas que rehacen la vida, como se las denomina, (Vitascopio de Edison, American Biograph), y que recorren los principales puntos del país en una  carrera por cautivar el favor del público, anunciando que son las más perfectas; que ofrecen las mejores y nuevas vistas o, que no producen esa molesta titilación que tanto cansa la vista, según  informa la prensa de la época.

No es raro entonces, que el cinematógrafo llegue a la ciudad de Iquique en mayo de 1897. Entre los muchos espectadores de una de esas funciones se encuentra  el fotógrafo Luis Oddó Osorio, quien venía desde hace un tiempo presentando  espectáculos ópticos en su salón. Deslumbrado con las vistas animadas, se da a la tarea de reproducirlas en su taller. A los pocos días, logra mostrar en el Salón  de la Filarmónica, ubicado en la calle Tarapacá,  un cinematógrafo que exhibe las primeras vistas nacionales de las que se tenga  información: El desfile en Honor del Brasil, Una cueca en Cavancha, La llegada de un tren de pasajeros a la estación de Iquique, Bomba Tarapacá Nº 7 y Grupos de gananciosos en la partida Football entre caballeros de Iquique y de la pampa, todas ellas filmadas entre los meses de abril y junio de 1897. Sin embargo, tras el éxito de sus presentaciones que lo lleva  a dejar la ciudad e instalarse en Santiago sus huellas se pierden en el anonimato.

Es la suerte que corren la mayoría de estos pioneros y de quienes ni siquiera se alcanza a conocer sus nombres. Ocurre así, por ejemplo, con la exhibición de Carreras en Viña, de autor anónimo, exhibida en 1900, junto con otras vistas del cinematógrafo Wargraph. El filme se refiere a un registro de una de las  aficiones favoritas de las clases altas de la sociedad en esos años: las carreras de caballos, que tenían lugar  en el Sporting Club de la  ciudad de Viña de Mar. Una información un poco más detallada se tiene  en 1902, cuando llega al país la empresa Pont & Trías, quien registra una ceremonia de gran atracción: los ejercicios de los bomberos. La exhibe el 26 de mayo de  1902 en el teatro Odeón de Valparaíso, bajo el simple título de Ejercicio General de Bombas, y durante años es considerada el nacimiento oficial  del cine chileno. Es un tiempo  en que el cine vive su etapa de asentamiento en el gusto del público, de modo que  cuando así lo permiten los equipos, no se ideaba nada mejor para aumentar la atracción que presentar vistas locales, porque las vistas asombraban, aunque el interés también decaía con  rapidez.

Conspiraba a favor del cansancio la factura  artesanal de muchas de ellas, la calidad de las proyecciones, los problemas de  iluminación,  a tal punto  quelas funciones oscilaban entre la luz, la penumbra o la completa oscuridad, como apuntó un improvisado pero certero crítico de la época. Al igual que las  vistas realizadas en otras latitudes, se trataba de películas breves, de menos de un minuto de duración: un informativo sumario y elemental sobre diversos acontecimientos sociales: desfiles, maniobras militares, ejercicios navales,  ceremonias religiosas, actos oficiales de autoridades, funerales de personalidades públicas, etcétera. Es un cine definitivamente itinerante, no asentado en un lugar específico: va y viene de una ciudad a otra, recorre el país de norte a sur. En 1903, por ejemplo, en el Teatro Victoria de Valparaíso, según anuncia la revista Sucesos, se proyecta un importante conjunto de vistas entre las que figuran, entre otras, la llegada a Valparaíso del acorazado argentino “San Martín”, la visita de la delegación argentina al cerro Santa Lucía de Santiago, donde le ofecen un banquete; un gran desfile de tropas, regatas a remo, una velada bailable en el acorazado, travesía del navío por el Estrecho de Magallanes, etcétera.

Este carácter se mantendrá por largos años, hasta  alrededor de 1909, gracias al desarrollo explosivo de los llamados “biógrafos”, así llamadas popularmente las salas de exhibición, por asociación al nombre de los equipos de proyección norteamericanos –el “American Biograph”–  que llegan al país alrededor de 1902. Hacia fines de la década, junto con las producción extranjera que llega al  país, se convierte en algo habitual la proyección en paralelo de vistas nacionales.

En 1910, con ocasión de las festividades conmemorativas del Centenario de la Independencia,  que dan lugar  a una innumerable serie de festejos sociales y culturales, todos filmados y exhibidos con gran éxito de público, los camarógrafos salen de su anonimato y sus nombres empiezan a asociarse públicamente a su trabajo. Son los casos, por ejemplo, de Julio Chenevey y Arturo Larraín Lecaros. Ese último filma la llegada del cuerpo y posteriores funerales del presidente Pedro Montt, fallecido en Alemania. El viaje por tren el cortejo desde Valparaíso a Santiago da lugar unas tomas que son consideradas el primer travelling realizado en el cine chileno.

Ese  mismo año también se filma  la primera cinta de argumento de la que se tiene  conocimiento: Manuel Rodríguez (1910), película de  corte histórico, producida por la  Compañía Cinematográfica del Pacífico, de propiedad de Arturo Larraín, con argumento del profesor de declamación Adolfo Urzúa Rozas. Luego vendrán otros frustrados intentos, con algunos aciertos en el campo del documental, como Santiago antiguo (1915), de Salvador Giambastiani. Pero es sólo con el estreno de La baraja de la muerte (1916), gracias a  la decisiva participación del mismo Gambastiani en la parte técnica, a Claudio de Alas, autor del argumento y al apoyo de los empresarios Guillermo Bidwell y Luis Larraín, que con el film puede decirse que, por fin, se da inicio a una producción regular y sostenida.

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En los años siguientes y hasta 1934 se estrenan ochenta y una películas de ficción y dos películas de animación, además de un gran número de noticiarios, documentales y actualidades. Producción que no sólo se realiza en Santiago, sino que tiene lugar en las ciudades de Iquique, Antofagasta, La Serena, Valparaíso, Concepción, Osorno, Valdivia y Punta Arenas, experiencia no repetida hasta hoy, tanto por la radicación regional como por la participación activa de habitantes de la localidad.

El año 1925 se presentan quince largometrajes argumentales, cifra récord que en 2006 todavía no ha sido superada. El período del cine mudo, considerado por algunos como una suerte de “época de oro” del cine chileno y por otros como una simple aventura sin verdadera densidad cultural, se caracteriza por el gran apoyo del público con que contó, no sólo en Chile sino también en algunos países vecinos, como Argentina, Bolivia, Perú, y Ecuador. Es un cine, que con sus aciertos y caídas, logra incorporar a gente de teatro, escritores y otras personalidades artísticas de la época.

Hay nombres que quedaron ya inscritos en la historia cultural nacional: Pedro Sienna, Alejandro Flores, Carlos Cariola, Antonio Acevedo Hernández, Jorge Deláno (Coke), Emilio Taulis, Alberto Santana. Hay películas, además, como El húsar de la muerte (1925), de Pedro Sienna, que se han incorporado con todos los honores al patrimonio fílmico nacional. Aparte de sus innegables méritos artísticos, es una muestra notable de lo que fueron capaces de lograr algunos de los pioneros del cine chileno gracias a la tremenda energía y voluntad que pusieron para sacar adelante sus proyectos, el tesón y la perseverancia que les permitió sobrellevar la pobreza de recursos y de equipos técnicos y humanos. Buenas o malas, las películas recorrían todo el país y la gente se acostumbró a verlas  en las pantallas de sus cines, y pudo conocer y reconocerse  a nivel de rostros, lugares, paisajes y personajes. Llega el momento, sin embargo, en que el interés público empieza a agotarse, situación que inevitablemente surge con la aparición del cine sonoro que, en 1930 con Melodías de Broadway, llega al país para quedarse. La primera película  parlante nacional se estrena en 1934, el mismo año en que se proyecta la última del ya agonizante cine silente, A las armas, en medio de la más absoluta indiferencia pública.

* Extraído del «Diccionario del Cine Iberoamericano»; SGAE, 2011. Donado por Jacqueline Mouesca y Carlos Orellana, editores de las entradas relacionadas con el cine chileno.                                                                                                                            

        

BIBLIOGRAFÍA:

E. Jara Donoso: Cine mudo chileno. Impr. Los héroes, Santiago, 1994

E. Jara Donoso:  “Cien años de cine chileno?”, en revista Patrimonio Cultural, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos Nacionales, año VII, Nº 25, Santiago, 2002.

J. Mouesca: El documental chileno. Edit. Lom, Santiago, 2005.