Los años 30: una década bisagra

El fin del cine mudo fue un hito traumático no sólo para la cinematografía mundial, que tuvo que recomponerse totalmente tanto estética como industrialmente. Fue también un golpe demasiado duro para los países menos desarrollados como el nuestro. Ante una tecnología nueva, que implicaba no sólo nuevas maquinarias, sino que otros técnicos y especialistas, el resurgimiento no iba a ser rápido. A ello hay que sumar una serie de factores que hicieron imposible continuar con el gran nivel productivo de los años 20, en donde Chile pudo jactarse de filmar tanta y más películas que Argentina y México en 1925. Estaba la pesada sombra de la gran crisis del año 29. También la ya casi total retirada de capitales norteamericanos producto de la decadencia del salitre frente a su símil sintético, provocando el fin de la bonanza en el norte de país. Todo esto acarrea además una inestabilidad política que se radicaliza con la renuncia de Carlos Ibáñez a la presidencia en 1931, tras fuertes protestas estudiantiles y sociales.

Detrás de todo eso el cine chileno había bajado el telón, imposibilitado de mantenerse en pie, con los inversionistas habituales totalmente retirados. Era una crisis total, tanto económica como dentro del mismo medio en sí. Aunque no se puede decir que desde este momento el cine pasa a ser totalmente audiovisual (porque incluso en Chile ya se componía y se interpretaba música en vivo exclusivamente para algunos filmes nacionales de manera sincronizada, ver el caso extremo de Mi viejo amor), el establecimiento de diálogos hacía pensar totalmente en un nuevo arte. Si antes el sonido dentro de la sala de cine se asocia a otros medios como la ópera, los vodeviles, musicales y la radio, sin interferir en lo cinematográfico, desde 1930 (año donde se estandariza la tecnología de sonido sobre la misma cinta de película) en adelante, el audio se transforma en un nuevo elemento, y el cine sonoro en otro medio muy distinto al mudo. Los límites se ensanchan.

Esto es lo que plantea el teórico Rick Altman, quien dice que el cine sonoro está lejos de ser una depuración del mudo. Terminologías y hechos que están totalmente atadas a contextos disímiles, estrechamente ligada “a la tecnología, a la mano de obra y a la jurisdicción a las que se atiene” (en esto último Altman específica en el texto, las distintas luchas entre distintas compañías por instalar sus tecnologías como el estándar del cine sonoro).

“La historia del cine -como hemos mostrado- no podría concebirse como una historia continua de un fenómeno coherente, pues incluso la noción de cine ha sido constantemente redifinida en el transcurso del siglo”, agrega Altman (en “Otra forma de pensar la historia (del cine): un modelo de crisis”, Archivos de la filmoteca: Revista de estudios históricos sobre la imagen, nº 22, 1996). Un juicio que los artículos periodísticos chilenos recopilados por este sitio no hacen más que comprobar tal criterio. La división de aguas que plantea el sonido en la cinematografía chilena es radical, al punto que a mediados de la década del 30 constantemente se habla de cuándo nacerá el cine chileno. No se habla de renacimiento, sino de un nuevo origen. ¿Desmemoria, ninguneo a la producción muda? Todo parece indicar que la situación hacía ver que se estaba frente a algo totalmente nuevo. El cine mudo fue otro momento, otros artistas, otras películas. El problema fue que encontrar la nueva hebra costó demasiado.

Los primeros sonidos

Según establece Jacqueline Mouesca, “a mediados de 1930 el 90 por ciento de las 200 salas del país carecía de equipos adecuados a las nuevas tecnologías, pero los cambios se van produciendo con cierta celeridad” (en “Breve historia del cine chileno”, LOM, 2010, pág. 55). El rápido cambio hace que el público también se adecúe a la novedad más fácilmente, así también, se vive una consolidación de Hollywood (quien impone la nueva tecnología mundialmente) en la cartelera, junto a la imposición y mercantilización amplia de su star-system. El actuar de las estrellas, tanto dentro como fuera de la pantalla, ocupará gran parte de la prensa de espectáculos. Ante esto, el cine se consolida popularmente como un espectáculo masivo y asociado a la distracción. Es desde estos términos que durante, al menos 20 años, la prensa verá al cine sonoro.

Milagrosamente una película chilena aparece en 1930 presentándose como “la primera película sonora y cantada que se hace en Chile” (ver artículo): Canción de amor. En términos técnicos, lo es, pero sigue concibiendo el sonido como un ente separado de la imagen. No es más que la aplicación del disco sincronizado con la imagen, lo que produce un acompañamiento más que una complementación. Es, como se dijo anteriormente, aún el sonido como algo separado del cine. Es el musical (en un período  muy primitivo aún), el que se convierte así en el nuevo género que nace con el sonido, y es lo más cómodo para los nuevos tiempos, tanto financieramente como técnicamente hablando, y este es el caso. Frente a esto, el esfuerzo que significó esta melodramática película a cargo de la productora Page Bros es remarcable sólo en el contexto de dar cuenta de que el cine chileno sigue vivo. Aunque sea dando aletazos de ahogado.

De todas maneras la prensa es caritativa con la cinta y, sobre todo, valora el uso de exteriores, mostrando paisajes reconocibles de Santiago. “La presentación escénica no se distancia considerablemente de muchas buenas películas extranjeras”, dice Ecran en un comentario del 23 de septiembre de 1930 (ver artículo). Posteriormente, habla de sus “lunares”, remarcando que “les aconsejamos que den importancia al argumento”. En este sentido, se dan pistas de una cinta que busca más que nada el efectismo de la presencia del sonido en sus partes cantadas e instrumentadas. La misma Ecran, el 26 de agosto bajo el entusiasta título de “¡También nosotros tenemos una película sonora!”, señala este camino: “Desde luego, podemos decir, que se trata de una cinta cantada, bailada y sincronizada con ruidos y sonidos, como cualesquiera de las películas sonoras que hemos conocido” (ver texto completo). De todas maneras, la Page Bros lo intenta de nuevo el otro año con Patrulla de Avanzada, con casi nula figuración mediática. Todo un reflejo del aparente flojo desempeño de una cinta que sólo sirve para seguir alabando el esfuerzo de la productora. Pero será este su último intento en los cines y, además, la última filmación muda del cine chileno. O, más bien, la última cinta muda con sonidos sincronizados por disco.

Con el desarrollo de la técnica y de la compenetración que los mayores autores hagan del nuevo dispositivo con lo visual, el público irán exigiendo más de las películas sonoras. Dado el rápido avance tecnológico, el sonido comienza a convertirse en un elemento cinematográfico más y el efectismo de sólo ir a escuchar palabras y canciones a la sala de cine no es suficiente. Justamente algo que atenta contra estos artesanales filmes nacionales sincronizados con discos. Es por esto el penoso accionar de dos cintas hechas durante el período mudo que con unos pocos sonidos, diálogos e incluso canciones incorporadas, sólo formaron parte de la estadística. La primera de estas es Vergüenza, película antofagastina de Juan Pérez Berrocal de 1928, que llega a Santiago e intenta repercutir algo en 1932 con nulo éxito. “Se ha agregado sincronización de algunos sonidos, acompañamiento musical y dos o tres canciones cortas, con lo cual se le ha modernizado”, dice Ecran el 22 de marzo de 1932 (ir al texto completo). Todo para tratar de convencer un público que “ya no acepta la pantalla silenciosa”, agrega.

El otro caso, cercano a lo patético, es A las Armas. Una cinta que dejó inconclusa Nicanor de la Sotta tras morir inesperadamente en 1927. Casi como un homenaje a su amigo, el realizador René Berthelón le introduce sonidos y logra ponerla en los cines a inicios de 1934. No pasa de ser anunciada publicitariamente en los medios. Pero tras esta desazón y oscuro horizonte, aparece nuevamente el nombre de Jorge Délano “Coke”.

“Mire, señor, ha llegado el cine sonoro, porque somos los primeros mercados y Hollywood y Santiago están a la misma distancia del Ecuador, eso significa que tenemos la misma luminosidad… Muy bien, me mandó a estudiar cine sonoro”. Esto lo contó en una entrevista a Revista Paula Jorge Délano. A quien se dirigía era nada menos que al Presidente Ibáñez, quien efectivamente le dio las facilidades para irse por un año a Estados Unidos.

Délano era un creyente del cine de estudios, lo que siempre significaba un gran esfuerzo de ingeniería para diseñar decorados y ambientes, que en su gran mayoría los realizaba él mismo gracias a su habilidad para el dibujo. Estilísticamente, sus películas se basaban en una serie de ilusionismos fílmicos que cabalgaban en historias sencillas y directas. No por nada su director favorito era Cecil B. Demille, el gran arquitecto del cine de espectáculos en Hollywood.

En sí mismo, Coke encarna la eterna contradicción de las búsquedas del cine chileno en estas primeras décadas. Un cine de raigambre popular y nacional, pero siempre bajo los criterios productivos y técnicos de Hollywood. Lo nacional en estas películas es sólo un telón de fondo para vestir cintas de género (melodramas y comedias) con rasgos folclóricos, casi anecdóticos, que hagan referencia al país de forma acartonada, con muy pocas referencias al contexto social en el que surgen. Tal vez Escándalo, sea la que más rastros entrega de su época. Finalmente, las cintas buscaban ser lo suficientemente efectivas y blandas temáticamente, para captar la mayor cantidad de público.

Son estas características las que posee Norte y Sur, el primer filme netamente sonoro que Coke llega a realizar en 1934. Pero no le fue fácil levantar el proyecto. Consiguió apoyo de la Caja de Crédito Minero que lo obligó a situar la historia en el norte (sólo nominalmente, ya que todo se rodó en Santiago). Además, Chile aún no contaba con una máquina que registrara el sonido en el mismo filme, por lo que los ingenieros Ricardo Vivado y Jorge Spencer construyeron el aparato necesario para hacerlo. Paradójicamente, tras tanto hablar de la luz con la que Chile se beneficia, Coke rueda casi todo en interiores.

Visualmente la cinta trae de vuelta su afán de usar artilugios ópticos, como transposiciones de imágenes. Es así. como en una de las escenas, un bailarín de cueca se convierte por unos segundos en un gallo. Sonoramente, adopta el sonido como un elemento dramático, más allá de la musicalización. Según Mario Godoy Quezada: “otra escena interesante mostraba a un boxeador que golpea rítmicamente el puching ball. Aquí había un efecto de sonido, ya que el ruido producido por los golpes era sincronizado con el traqueteo de un ferrocarril que irrumpía a toda velocidad en la pantalla” (en “Historia del cine chileno”, 1966, pág. 106).

El 10 de julio de 1934 se estrena la cinta y la prensa explota en elogios. Nuevamente la objetividad crítica se ve atropellada por el respeto al esfuerzo realizado. La revista Hoy señala grandilocuentemente que “se eleva la victoria fácilmente, tanto por la interpretación como por los méritos técnicos” por sobre Tango, la primera cinta sonora argentina (ver artículo). Mientras que La Nación dice “Con verdadero regocijo reconocemos que la obra de Jorge Délano representa la iniciación afortunada de la industria cinematográfica en Chile. Él ha venido a mostrarnos con «Norte y Sur» que, aún desprovistos de los adelantos mecánicos de Hollywood, es posible hacer buenas películas en nuestra tierra” (ver artículo). Finalmente, El diario ilustrado añade: “Es una película que poco o nada tiene que envidiar a las que nos llegan de Hollywood o de Europa.” (ver artículo).

Pero este nuevo nacimiento del cine chileno se queda sólo en el intento. Si bien el sonido técnicamente al fin había sido dominado, formando parte de la misma banda de la imagen, y además incorporado cinematográficamente como un elemento más, la gran empresa de Délano no provoca un auge en la producción, sino todo lo contrario. En 5 años no se rueda ninguna película chilena.

Levantando nuevos cimientos

Este desierto productivo confirmaba que Norte y Sur sólo fue un oasis dentro de un ambiente que aún no se recomponía socioeconómicamente. Ante un mercado copado por el cine norteamericano, que además controla la distribución de las cerca de 280 salas del país, no había nadie que fuera a tomar el riesgo de invertir en una película chilena.

Mientras tanto, Argentina y México comenzaron a lograr el anhelado sueño tercermundista de levantar una industria cinematográfica. Cimentado en un público ávido de cine, además de directores y productores que logran tocar la tecla correcta para conectar con los públicos, las películas de estos países llegan a Chile y comienzan a influir. Los melodramas bautizadas como las de “teléfono blanco” (ya que se sitúan en grandes mansiones), cintas tangueras, comedias de arrabales, junto a los nombres de Libertad Lamarque, Hugo del Carril, Luis Sandrini, entre otros, calan en el gusto popular chileno desde Argentina.

En tanto, desde México llega una cinta que remece todo latinoamérica y que se convierte en todo un paradigma fílmico en la región: Allá en el rancho grande (1936). Este melodrama campero (o comedia ranchera, como también se le tipifica) si bien no poseía la calidad fotográfica y de alcances incluso políticos o historiográficos de otras cintas aztecas, u otras del mismo director (Fernando de Fuentes), lograba mezclar de manera eficiente cuotas de humor, con folclorismos (como la gran escena del duelo de recitaciones) y una historia de amor. El éxito continental del filme abrió el camino para la industria mexicana y, desde Chile, era la concretización de una idea que siempre rondaba: desde lo nacional y lo folclórico se podía lograr el éxito internacional.

Como señala Ernesto Muñoz en su “Filmografía del Cine Chileno”, “Chile opta por un espacio que le entregan estos dos países latinoamericanos. Las comedias rancheras mexicanas y el cine de teléfono blanco argentino son apelados en numerosos filmes nacionales” (en “Filmografía del Cine Chileno”, Ediciones Museo de Arte Contemporáneo, 1998). Es lo que viene, y junto a esto también un nuevo criterio que emerge entre los vientos de guerra y las crisis económicas que los conflictos acarrean: las empresas cinematográficas nacionales. Como nunca, la idea del apoyo estatal surge como alternativa para la conformación de una industria fílmica. La prensa se hace eco de todas estas alternativas y los realizadores también.

“Y después de «Norte y Sur«, nada. Es, en realidad, incompresible que todavía no se haya formado una compañía cinematográfica bien cimentada, que no existan personas capaces de arriesgar un capital en una empresa donde todo, absolutamente todo, señala el más definitivo de los éxitos”, dice un artículo de Ecran de 1936, desesperado ante la nula productividad (ver artículo). ¿Qué hacer?

Es cuando emerge el nombre de Coke nuevamente, como quien más cabida tiene en la prensa para expresar sus ideas. Exhibiendo abiertamente sus pensamientos, la revista Ecran publica una entrevista al director en 1936 (ver texto completo). Entrampado, como siempre, entre su chauvinismo y sus ansias por filmar, Coke lanza frases como: “Hemos tenido el año pasado unas cuantas películas argentinas, de calidad inferior, técnica y artísticamente hablando”, para luego complementar “Pero ocurre que nosotros, con nuestro gran poder de asimilación, todo lo captamos. Conozco ya infinidad de gentes que sin haber estado jamás en el país vecino, hablan en argentino. ¿Qué pasa entonces con nuestra pobre personalidad de chilenos? Se disuelve, se borra, es absorvida”.

Basado en la idea que el cine es el más popular de las artes y con un poder de influencia incontrarrestable, Délano ve en él (y en el habla sobre todo) la posibilidad de construir identidad nacional. “Recreemos una conciencia chilena de las cosas”, agrega. Pero esta claramente choca contra su idea de hacer un cine de estudios, basado en el modelo de producción hollywoodense, e inspirado por la economía capitalista. Su construcción de identidad sólo se afianza en hacer películas en Chile, con personajes chilenos y que hablen como chilenos. Todo, con una idea de ganancia económica que la sustente.

En la misma entrevista señala entonces: “Gracias a la inercia chilena. Estoy seguro de que si se montara un estudio con capacidad limitada, tres o cuatro películas al año, antes de seis meses habría diez estudios cinematográficos en Chile. Es natural. Viene la competencia, el deseo de emular, el estímulo. Cuando se instaló la primera fuente de soda, a los diez días había una docena de fuentes de soda”.

Finalmente, refiriéndose a una ayuda estatal, Coke (un anticomunista declarado), dice que el aporte debería ser sólo a través de “a la dictación de leyes de protección a la industria del cine chileno”, como asegurar una cuota de exhibición para las cintas chilenas.

Igualmente, la idea de la intervención estatal ronda por los exiguos círculos cinematográfichos chilenos. Esto incentivado con los aires progresistas que trae el Frente Popular, encabezado por Pedro Aguirre Cerda, quien llega al poder en 1938. En un texto de Ernesto Montenegro titulado “El cine como órgano del Estado”, publicado en Ecran en febrero de 1939 (ver texto completo), se señala que “con el nuevo espíritu que ahora impera en Chile, deberíamos encarar la producción de películas con miras a reproducir la realidad nacional, sin hipocresías y también sin falso patriotismo. El cinematógrafo es de un valor social inmenso, y no debiéramos dejar, como hasta ahora ocurre, que su valor económico se imponga en todo caso”.

Lo dice basado en los éxitos del cine ruso y del mexicano. Ambos levantados con ayuda del Estado. Pero la encrucijada es cuál es el camino correcto para el éxito. Según Montenegro habría que explotar la tradición minera (los esfuerzos y milagros de los hombres en esas faenas) y el variado paisajismo del país. Algo parecido cree Raúl Cuevas también en Ecran, en un artículo de agosto de 1939 (ver texto completo), quien pone al cine mexicano (y a Allá en el rancho grande), como el modelo a imitar.

“El día que se quiera hacer cine verdadero en nuestro país y con posibilidades de éxito, tendremos que tender a crear un cine a imagen del mexicano: cine gráfico, emocional, con pasiones reales, sin ficciones ni declamaciones que no encajan dentro de nuestras formas usuales”, dice Cuevas.

Y un par de meses después de este texto, Coke vuelve a hablar, con un cambio fuerte en sus puntos de vista. Señala que hay que hacer cortos sobre temas nacionales, pero largometrajes de alcance internacional. “Hay que hacer películas que puedan salir de Chile, que interesen al mercado extranjero, porque una película medianamente hecha demanda un costo que no alcanza a cubrirse con éxito en Chile”, dice (ver texto completo).

Mantiene, eso sí, su idea de que Chile es un territorio ideal para producir filmes, por su luz (igual que el de Los Angeles, California) y paisajes (aunque sea películas de estudios, paradojalmente). Convencido de sus ideas, presenta un proyecto de ley al Gobierno donde se “tiende a favorecer a quienes puedan hacer películas en Chile, dándoles facilidades de crédito, rebajas aduaneras para la internación de película virgen y para maquinarias”. Agrega que “una vez en marcha mi proyecto, se daría trabajo a centenares de personas”, como estudiantes de Bellas Artes, escritores y músicos.

Un cierre esperanzador

Con todos estos puntos de vista, con la efervescencia social de país de fondo, 1939 vive un renacimiento. E país parece saneado económicamente y los inversionates reaparecen. Se estrenan tres largometrajes y todos siguen varios elementos mencionados: temáticas enfocadas en huasos y tonadas. Cintas campestres, sencillas, quizás demasiado.

Hombres del sur de Juan Pérez Berrocal, es el primer estreno del año, filme de un realizador que vio sus primeros tiempos en el cine mudo. Recibida de manera dispar, es criticada duramente por sus ripios técnicos, aunque su temática a primera vista resulta interesante. Responde duramente, encarando a sus críticos porque no toman en cuenta los esfuerzos por hacer un filme en chile. “Alacranes del cine chileno”, titula un inserto que se publica en El Mercurio y El diario ilustrado (ver texto completo). A la larga, esta cinta será su retiro como director.

Luego viene El hechizo del trigal, dirigida por el italiano Eugenio de Liguoro, quien llega al país tras un periplo que, según él, lo tuvo en la cúspide del cine italiano, incluso con contrato en Estados Unidos. En un viaje a sudamérica se encanta con Valparaíso y se queda a vivir en el país. Una experiencia que demuestra inmediatamente en este filme que sigue mucho el modelo de Allá en el rancho grande, pero en el que Liguoro muestra un oficio para manejar el género de la comedia que la crítica le valora, aunque el chauvinismo de la misma prensa recalca que aún no sabe comprender el “alma” del huaso chileno. De todas maneras, es el comienzo de un director y un estilo que explotará en la próxima década, con filmes como Verdejo gasta un millón, y en otras de la mano del popular actor Lucho Córdoba. Gracias a esto, su nombre debe mantenerse en lo alto de la historia del cine chileno.

El año termina con el estreno de un filme de un director novato. Carlos García Huidobro debuta con Dos corazones y una tonada, valiéndose de la figura de Rafael Frontaura, uno de los actores más respetados del país y que trabaja en el cine argentino. Las críticas son elogiosas: “Con esta película se da comienzo en definitiva a la marcha de progreso que debe seguir el cine nacional”, dice entusiasta el Boletín Cinematográfico (ver crítica).

Un fin de época esperanzador, más bien un buen inicio de una nueva era. El cine chileno se reactiva y hay varias películas más que se están filmando. Pronto, también, el Estado concretará su empresa fílmica propia y el sueño industrial se ve posible. Pero las contradicciones conceptuales que los años 30 ya reflejan (la búsqueda por un cine efectivamente nacional y exitoso, versus la búsqueda del reconocimiento internacional junto al afianzamiento desesperado de una industria fílmica), irán mermando todo proyecto. Sueños demasiados grandes.

Es el fin de unos años totalmente bisagras, situados entre dos épocas importantes.