La primera y la última
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Casi me bajo de la micro, pero al final me acobardé. Era un día soleado de 1996, o quizá del año siguiente, e iba subiendo por Providencia, pasado Condell, cuando divisé a Raúl Ruiz caminando distendidamente por la vereda sur. Era la primera vez que lo veía en persona y no me bajé.

De su interminable filmografía había visto con mucho un puñado de ejemplares. Pero, más que tal o cual película, me seducía su cartel: ya en los 80 lo estaban “nerudizando”, para usar una expresión suya, lo que instaba a cualquiera a considerarlo per se un genio o un maestro sin necesidad de penetrar mínimamente en su universo creativo. Para entonces, ya había escrito al menos un artículo sobre Raúl Ruiz en la revista Qué Pasa, ocasión que me había dado la excusa fotocopiar la mayor parte del legendario número que en marzo de 1983 le habían dedicado en Cahiers du Cinéma.

Así las cosas, descubrir a Ruiz era la consigna, o al menos el propósito, y yo lo había dejado ir en Providencia pasado Condell. Lo que no sabía en ese momento, entre varias otras cosas, era que el hombre venía seguido a Chile, que tenía casa en los alrededores y que cuando andaba por acá normalmente paseaba por el sector, yendo con frecuencia a parar al restorán El Parrón, del que era habitué como lo sería del vecino Normandie. Y así no fue tan extraño que, meses después de verlo desde la micro, me lo topara caminando, en sentido contrario, a la altura del metro Manuel Montt. Y ahí me asomó el periodista, el cinéfilo y el curioso: “don Raúl”, le dije, para llamar su atención, tras lo cual le expliqué a qué me dedicaba y le pregunté si tendría tiempo para una entrevista antes de regresar a Francia (perfectamente, podría haber arreglado algo semejante por teléfono, pero en fin…). Con toda amabilidad y con un tono que iba de lo neutro a lo perplejo –su tono, como llegaría a descubrir-, me dijo que ya estaba por viajar de vuelta. Que en otra ocasión.

Y ocasiones hubo. Para hablar con Ruiz, pero también para averiguar de qué estaba hecho el individuo más allá de las etiquetas y los ensalzamientos, que por lo demás corrieron en paralelo a los ninguneos de quienes decían que era un invento y punto –me topé con más de uno-, y a los hombros alzados de quienes genuinamente no entendieron y/o no se animaron a conectar con los abarrocamientos, los laberintos, los enigmas, las paradojas y las contranarrativas propuestos por el puertomontino.

Este descubrimiento, acotadísimo y todo, fue iluminador. Y partió con el progresivo hallazgo del material de su “período chileno”, que podrá tener mil coincidencias y líneas de continuidad demostrables con su periplo francés/global, y hasta con su regreso a Chile vía Cofralandes o La recta provincia, pero que así y todo es otra cosa.

Si hasta Palomita blanca se haría rara tras publicarse en VHS, para el resto había que rezar en los 90 y en el tiempo inmediatamente posterior. Tres tristes tigres apareció gracias a la Cineteca Uruguaya y al Normandie, mientras la pobrísima copia que el Mineduc conservó de La expropiación, con subtítulos en alemán, sencillamente era lo que había (y sigue siéndolo, hasta donde he podido saber). Algo que constataría años más tarde, al abordar el cine y la cultura del período de la UP para una tesis de magíster, fue la fama que ya tenía Raúl Ruiz de concebir, rodar y posproducir películas a una velocidad insólita, mostrando con suerte lo hecho a un grupo de afortunados –salvo los trabajos para TV- antes de lanzarse raudo a la siguiente expedición si una locación estaba disponible o si había inopinadamente recursos a la mano. Y previo a eso había sabido del Ruiz profesor: conversando largamente con el director Cristián Sánchez, discípulo suyo en la UC y reciente autor de Aventura del cuerpo. El pensamiento cinematográfico de Raúl Ruiz, me contó que era el único docente que los hacía leer a Bazin; que les mostró Toni, de Renoir; que les hablaba de Rossellini y de Warhol, que los instó a cultivar la “estética del milagro” para que los personajes entraran en otra dinámica y se olvidaran de la cámara y para que ahí ocurriera “lo que ocurre una vez, lo irreductible, el azar”.

Esa entrada a la realidad, que parece ejecutarse por la puerta trasera pero que es capaz de instalarse en el ojo de la tormenta, se intuía en las entrevistas concedidas por el propio Ruiz a medios chilenos y extranjeros, donde le sacaba a punta a su concepción de un “cine indagatorio”, capaz de incomodar al espectador, pero también de generar un efecto de identificación en todos los niveles, incluidos los menos amables y los más inconscientes.

Lo otro, naturalmente, era ver cómo todo eso se ejecutaba en sus películas del “período chileno”. Y mal podría olvidar, precisamente, esa sensación de incomodidad que sublima la violencia cuando, en Tres tristes tigres, dos personajes en un bar le responden a un tercero que pregunta si puede sentarse en su mesa: “No se sabe”. O como la escena en que un vecino del departamento de Rudy (Jaime Vadell) ve cómo este es golpeado en el suelo por Tito (Nelson Villagra) y sólo atina a preguntar, como quien quiere decir algo para no quedarse callado, “¿Y hace rato que le están pegando?”.

Me pasó ahí y también en La expropiación con su examen de la cultura política, de las coincidencias de clase y las disidencias de trinchera. También en Diálogos de exiliados y su laboratorio antropológico: la vi con una pareja de amigos, una de los cuales es hija de exiliados. Su tristeza al ver una película que yo casi sabía de memoria, me ilustró inesperadamente acerca de cierta crueldad ruiziana que pasa por describirlo todo como un modo de evadir el ubicarse en un lugar respecto de las cosas, las personas y las ideas. De bypassear lo que pedestremente se llama un punto de vista por la vía de habitar poéticamente el mundo, al menos hasta cierto punto.

Pero, en lo que me concierne, debía reencontrarme con el Ruiz de carne y hueso. Lo hice en la conferencia de prensa donde presentó la edición chilena de su Poética del cine, en la que arremetía contra el “conflicto central”. Llevé para la ocasión una cámara de video y lo registré citando a un poeta de antaño según el cual los chilenos dudan seriamente sobre la existencia del mundo exterior. También pidiendo en voz alta que alguien le diera el número telefónico de su colega Juan Vicente Araya -de quien había visto recientemente No tan lejos de Andrómeda-, registrando las respuestas desconcertantes que refrendaban su afición por la paradojas y aportando salidas cómicas, más cómicas aún por el hecho de que, cual Buster Keaton, no gesticulaba mayormente.

En terreno constaté, llegado a ese punto, que pasaba con Ruiz como con Nicanor Parra: su ingenio verbal, su erudición insondable y sus demás dones lo hacían imbatiblemente entretenido e imprevisible. Pero también perpetuaban el cliché del genio, a quien basta tener como genio para inhibir un verdadero conocimiento en beneficio de la devoción vacía. Nada que agregara mucho a su caudal, creo, pero tampoco algo que pudiera o quisiera él combatir.

Por último, y después de haber conversado telefónicamente un par de veces a través de los años, entrevisté a Raúl Ruiz en el restorán Normandie, en agosto de 2007. Como también trabajaba por entonces en mi tesis le pregunté por cosas de las que no hablaba mucho en otras entrevistas, como su militancia socialista («En el PS no se necesita militar. Un socialista que ha sido expulsado más de tres veces, adquiere el derecho a ser socialista para siempre»), sin perjuicio de que había que hablar de La recta provincia y de la campaña de TVN que lo presentó como el mayor cineasta chileno de la historia. Le dije que a los periodistas nos gustaba entrevistarlo, entre otras cosas, porque era “cuñero”, porque daba muy buenas “cuñas” o citas para titular. Y en algún punto él mismo me advirtió que diría algo “cuñero”: me dijo que “en este oficio es muy fácil volverse huevón”. Con eso titulé, naturalmente.

Cual tic o desviación profesional, cada vez que muere un nombre relevante de “mi área”, pienso en qué haré para cubrir la noticia si es que algo deberé hacer. Pero la mañana del viernes 19, tras oír de boca de mi señora que Ruiz había fallecido, quedé de una pieza. El resto del día fue de un extraño luto que mutó en sorpresa cuando el canal estatal transmitió por la noche Palomita blanca, disección alucinante y severa de un mundo que ya fue, pero que en parte sigue siendo. Fue entonces que volví a recordar la última vez que vi a Raúl Ruiz, hace unos cinco meses: con algo de fiebre y taquicardia, se había retirado antes de iniciarse la presentación de Aventura del cuerpo, el libro de Cristián Sánchez, agobiado en parte por la cantidad de jóvenes que lo invitaban a ver sus películas o le proponían entrevistas. Mientras sus acompañantes le conseguían un taxi a la salida del Cine Alameda, vio cómo un admirador se le acercaba inopinadamente y le pasaba un libro para que se lo firmara. No era un texto suyo, tampoco el volumen que se lanzaba esa noche. Era El sentido del cine, de Sergei Eisenstein. Con la perplejidad ladina que seguía orientándole la vista pese a la salud quebrantada, Ruiz estampó su firma sin más. Fue un momento ruiziano.