La memoria del agua, de Matías Bize
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El año pasado se habló bastante en algunos círculos críticos y académicos sobre la desconexión de ciertos directores y sus películas con el contexto social y político. Un “cine puertas adentro”, “intimidades desencantadas”, “películas intimistas”, fueron algunos epítetos que circularon. Dentro de los ejemplos para justificar tales juicios surgía de inmediato el nombre de Matías Bize.

Juicios injustos o no, Bize cuenta con una filmografía compuesta por cinco largometrajes, los cuales efectivamente parecían correr por temáticas intimistas, con personajes atrapados en dolores amorosos, de esos que parten la vida en dos. Son filmes donde el relato se rige por la intensidad de las emociones de los personajes, unos que casi de forma masoquista no pueden huir de esos dolores. Además, el cine de Bize asume un riesgo que es valorable y que lo define como cineasta con todas sus letras: construye con coherencia la forma de sus películas según estas emociones que buscan ser universales. Así, en En la cama, los dolores reprimidos de los personajes se reflejaban en esa rojiza pieza de motel; luego en Lo bueno de llorar el quiebre de la pareja protagónica se posaba en prodigiosos planos secuencias; mientras que en La vida de los peces se palpaba en una fotografía donde los azules predominaban y en un montaje de ritmos pausados.

Ahora asume un desafío como el de La memoria del agua, donde deja esos filmes en los que el quiebre se aprecia como un paso obvio dentro de una relación intensa, a uno en el que es consecuencia de un dolor superior: la pérdida de un hijo. Ante ese desafío mucho más ambicioso, y quizás más “maduro”, Bize parte rompiendo con un elemento central de sus anteriores películas: el tiempo. Sus cintas previas se sucedían todas en un “tiempo real”, sin elipsis. Todo sucedía en una tarde, en un par de horas. En La memoria del agua se retrata un tiempo confuso, donde no se sabe si son semanas, meses o años los que estamos viendo. Es la búsqueda de retratar una cierta evolución emotiva, donde ni el tiempo es la cura de los personajes.

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En La memoria del agua, la pesada tesis principal es que el dolor que están viviendo es insalvable. Ni la represión del personaje de Benjamín Vicuña, ni la sumisión a la muerte del personaje de Elena Anaya, son la respuesta a una cicatrización. Una propuesta que no cuaja del todo bien, porque al contrario de sus filmes anteriores, Bize no logra equilibrarlo bien formalmente. Acá el director busca darle cuerpo a este dolor a través de la unión de secuencias y momentos muy calculados dramáticamente, donde  todas tienen una presentación, desarrollo y conclusión. Son como pequeños cortos de distintos momentos, donde todas llegan a un punto, a un instante, donde se rememora el origen de la fatalidad, es decir, la muerte del pequeño hijo.

La emotividad de los protagonistas, entonces, está siempre “a flor de piel” dentro de la película y es la forma en que Bize busca conectar directamente con el espectador. El problema es que, al contrario de sus películas anteriores, acá hay una insistencia tan marcada que puede dejar fácilmente abajo a quienes no comulguen con la propuesta del filme. Porque si bien se puede decir que hay una cierta sutileza en no hablar directamente de la muerte, ni tampoco de escenificarla, representándola con gestos, elementos y palabras claves que remueven la memoria de los personajes; al final la suma de esas estas “sutilezas” crea una insistencia que puede resultar agotadora y poco natural. Todo, de la mano de una baja profundidad de campo y de primeros planos de los protagonistas que intensifican en demasía sus desolaciones, las que, según el filme, no tienen respuesta externa, ni en los familiares, ni en los amigos, ni en el trabajo, ni en otras relaciones amorosas. Están recortados del mundo y sólo el choque entre ellos mismos puede instalar un nuevo momento.

Es este desequilibrio el que hace que La memoria del agua quede unos escalones abajo de La vida de los peces. Aunque suene paradójico, en esta oportunidad la sutileza dramática y visual que habitualmente busca Bize en sus historias se nota demasiado. Se ven en muchos momentos las costuras y eso puede hacer que quien no conecte con la historia quede sofocado, aislado e irrevocablemente fuera de la emotividad que Bize busca imponer con insistencia.