La memoria de mi padre, de Rodrigo Bacigalupe
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Martín Caparros, en el Hambre (2014), se atrevió a sugerir que la vejez podría ser un invento que aún no hemos logrado manejar. Cuando extender la esperanza de vida puede ser entendido como una especie de proeza técnica –demostrativa de cierta idea de progreso–, ésta inmediatamente deja de serlo cuando todavía no es siquiera imaginable la posibilidad de domesticar sus estragos. Por otro lado, si pudiésemos disponer de un solo tipo de certeza es que todos, a la larga, nos hacemos viejos. En este mismo momento, estamos envejeciendo. Una suerte de destino predecible, común y democrático.

El primer plano de La memoria de mi padre constata una fatalidad. El personaje hijo releva a la empleada que se hace cargo del personaje padre, confinado a mantenerse al cuidado de otros. El plano se cierra y repentinamente pensamos en esa casa como una especie de universo cerrado y exclusivo. El exterior es, a la vez, el interior que recorre un padre que está viejo pero que también está, sospechamos, enfermo de algo.

Envejecer enfermo es una forma análoga y natural del deterioro. Que en este caso adquiere una dimensión más dramática por cuanto compromete el estatus de sujeto de quien es cuidado ¿Por qué sucede esto? Una de las encrucijadas más apabullantes del Alzheimer para quienes deciden acompañarlo radica en observar la pérdida de la estabilidad que nos confiere sabernos como un yo. No sólo se presencia el deterioro degenerativo de las facultades cognitivas que lo sostienen, sino que también se difuminan los criterios para reconocer ese yo en los otros.

La memoria de mi padre opta por omitir el pesimismo de esta condición para orientarse por una perspectiva más afable y a ratos cómica. Lo hace colocando el foco en el vínculo que se construye a expensas de esta situación. Padre e hijo deben residir momentáneamente en la misma casa, al tiempo que el hijo, Alfonso, debe lidiar con una existencia empantanada, anquilosada y monosilábica: son los efectos del cuidado paterno, la indefinición de la pareja, la distancia filial y el deceso materno. Todo a la vez. Alfonso es un personaje parco y pusilánime, aunque lo suficientemente humanizado como para empatizar con su malestar. En este sentido, la opera prima de Rodrigo Bacigalupo se las ingenia para construir una historia cercana y entrañable, en sintonía con cierta ficción argentina representada por Carlos Sorín o el Campanella de principios de siglo. Bacigalupo quiere a sus personajes, qué duda cabe.

De todas formas, cierta parquedad explicable desde la apuesta narrativa tiende a ser insidiosamente cubierta con la banda sonora, como si quisiera resultar deliberadamente compensatoria de lo que los personajes no están externalizando. También, la presencia de los personajes secundarios a ratos se torna demasiado subsidiaria del desarrollo de la subjetividad de los protagonistas. Son baches ornamentales que, sin embargo, no le restan valor a la propuesta, a las pretensiones que persigue y al tipo de audiencia al que quiere llegar.

La memoria de mi padre es cine afectivo, desprovisto de formalismos grandilocuentes, atmósferas etéreas o estridencias narrativas. Lo que pierde por algunos trazos muy gruesos lo gana en representar al Alzheimer como un tropo novedoso en la ficción chilena; una suerte de catalización dramática del conflicto del protagonista a partir del juego que el realizador representa en las remembranzas recurrentes de un más que correcto Tomás Vidiella. A partir de un tipo de olvido que, al final, también es recuerdo.


* Crítico y fundador del sitio Abreaccion.com.