La Araucana, de Julio Coll
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La Araucana (1970)

En cierta diplomática ocasión el Rey de España dijo que Chile era la única nación de la era moderna que había nacido, como las antiguas, de un poema épico: La Araucana.

No queda mal para explicar el origen de nuestra singularidad y de nuestro difícil carácter insular, al que nos aferramos con mayor porfía que la que los tiempos requieren. La Araucana puede ser el monumento mayor de la lengua española del siglo XVI, pero es justo reconocer que se trata de un monumento polvoroso, pesado y archivable, que nadie lee sino por exigencias disciplinarias específicas. No es para sentirse culpables que sea así, aunque posteriormente nuestra fortuna poética haya buscado en él su origen y mejor justificación.

Aventura bélica, fundacional y colectiva, que puede resumir las dificultades españolas de la conquista de América y cuya mayor nobleza sigue siendo la mirada que el autor Ercilla entrega sobre sus ariscos enemigos, del que nos ha dejado muchas razones para el orgullo patrio y un puñado de nombres que siguen significando mucho para Chile.

Todo esto habría hecho suponer que su adaptación cinematográfica sería rigurosa y de unas ambiciones proporcionales a la inversión económica que fue necesaria desplegar para su realización. Una co-producción española e italiana, más alguna contribución local se reunieron a comienzos de los épicos setenta para intentar una empresa temeraria, que los tiempos ideológicos podrían justificar. Rápidamente las ilusiones se fueron esfumando a medida que se completaba un reparto de actores españoles para interpretar a Lautaro, Caupolicán y Colo-Colo. El único intérprete local de alguna importancia fue el otrora realizador del cine mudo chileno Juan Pérez Berrocal, ¡que también era español!. Pedro de Valdivia e Inés de Suárez serían los italianos Venantino Venantini y Elsa Martinelli, más conocida como figura del jet-set que como intérprete, a pesar de su actuación en El proceso de Orson Welles.

Pero, como enseña Murphy, “todo lo que va mal puede ir peor”. El director resultó ser un catalán cuyo mérito principal es haber leído completo el poema y haber dirigido varias películas. No haría ninguna más después. Pero como lo peor no tiene límites, la fotografía parece haber sido encargada a una empresa de luminarias públicas, lo que contribuía a evidenciar la ignorancia de la dirección de arte en lo que al mundo indígena se refiere.

Viendo hoy la película, sus defectos, ya visibles en su momento, se agrandan hasta lo insoportable y su sola enumeración podría hacer fatigoso este artículo. Nos ahorraremos la descripción de las penosas actuaciones, las pelucas de los mapuche, la torpeza de un zoom usado como en un spaghetti western y la adaptación de un guión merecedor del pelotón de fusilamiento. Lo único que justifica escribir, y quizás leer, estas líneas es para dejar sentado que esa historia, la que narra la digna obra de Ercilla, es una posible tarea pendiente y reparadora para nuestro cine. Es sin duda una gran historia.

Pero esta película es un desastre, aunque podemos reconocerle que no es uno cualquiera, sino que un gran desastre. Después de todo la inversión económica fue en grande y se nota. De lo que se sabe fue pérdida total. Desgraciadamente las copias no se han perdido y están ahí recordándonos que nuestro cine ha sido “a extranjero dominio sometido”.