Nos enteramos de la mala noticia el viernes a primera hora y fue inevitable no recordar el encuentro que sostuvimos en enero pasado, cuando fue nuestro invitado estelar en un capítulo especial de “El mundo sin Brando”, el último de la 2ª temporada.
Acercarse a sus películas es un desafío. Pese a lo que se pueda creer, su filmografía es tan diversa que hay más de un camino para apreciar lo que él denominó su poética del cine. Películas que confían en el público, que invitan e incitan a un visionado activo, atento y a entrar en el juego.
A veces pienso en eso, que muchas de sus películas eran un gran juego. La comedia de la inocencia (2000) es la clara muestra de aquello. Un niño de mirada adulta, juega con su madre (le dice que ella no es su madre) y juega con su cámara de video. El filme avanza y el juego se pone serio.
No puedo dejar de pensar en esta referencia como una metáfora de lo que el propio Raúl Ruiz era frente al arte del cine: un niño que juega con su cámara y pone a prueba a los demás. Un niño preocupado por el lenguaje cinematográfico, pero con más ingenio que artificio. Me acuerdo cuando decía que a los franceses les volvía locos que en su cine los pisos siempre estuvieran moviéndose. La respuesta de cómo lo lograba era más rudimentaria de lo que quizás ellos esperaban. Un grupo de comensales movían el piso desde abajo y lograban ese efecto maravilloso, onírico, una de sus marcas registradas. Tal como los objetos que atrofiaban los planos en que las escenas se ponían misteriosas casi sin razón, sólo por la ubicación de la cámara.
Tenía la capacidad de darle misterio a situaciones demasiado normales y así esa aparente normalidad se empezaba a escapar de las manos, hasta desembocar en el absurdo. Funcionaba con acciones, situaciones y también con los diálogos. Cómo olvidar Palomita Blanca (1973) y la famosa escena del profesor que “se arranca con los tarros” y luego de hacer un llamado a apreciar el arte de un carpintero por la ventana, se pasa a que sus colegas lo andan pelando. Una escena que refleja todo su ingenio, su humor, su burla a una chilenidad lunática que, al parecer, se mantiene intacta desde esa época hasta la actualidad. No es menor el detalle, podría ser la razón de que una cinta como ésta mantenga una vigencia tan peligrosamente cierta.
Las tres coronas del marinero (1983) es otra de las películas que expone de manera certera su forma de entender y concebir el cine. La minuciosidad por el detalle visual que va generando miles de interpretaciones de una historia. Una historia que en algunos pasajes es emotiva y sentimental.
Raúl Ruiz nunca se caracterizó por la emotividad en su cine, al menos no la emotividad más explícita. Sin embargo, en Las tres coronas del marinero, hay un fragmento que escapa a todo ascetismo fílmico. Me refiero al momento en que el marinero sale de Valparaíso y recuerda a su madre. Es una secuencia breve, concisa, pero que en su cercanía a la idea del exilio se enlaza a la nostalgia y a lo que se deja al partir. La escena está potenciada en esta decisión emotiva por la música instrumental de su colaborador habitual, Jorge Arriagada. La secuencia descrita debe ser el momento más personal e íntimo de Ruiz en su filmografía. Esto es una sentencia absoluta, por cierto, ya que nadie ha visto las más de cien películas.
Tres tristes tigres (1968) y Tres vidas y una sola muerte (1996) nos demuestran su humor agudo, su calidad como un director de actores que organizaba escenas disparatadas, acudiendo a la libertad de sus protagonistas y a la confianza que depositaba en ellos. Su margen de acción se transformaba en el hallazgo de un cuadro improvisado en que aparecía la sorpresa y el espectador lo intuía o al menos lo sospechaba.
El juego sigue con Cofralandes (2002), su serie de documentales experimentales sobre la chilenidad, sobre ese lugar que en plan Violeta Parra es “la tierra donde todo pasa”. Gringos que buscan suicidios en una provincia chilena, pero los suicidios se arrancan. Un niño que yace en el suelo de una esquina santiaguina y la gente se preocupa y lo hostiga para saber qué le pasó, pero el sólo está ahí, recostado en el suelo.
Raúl Ruiz recupera en su cine el valor de la anécdota, del “cuento”, de la aventurilla, de la ficción y de esas mentiras, que sólo en Chile, podrían ser reales.
Hasta siempre Raúl Ruiz.
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