El Edificio de los Chilenos, por Jorge Ruffinelli
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A comienzos de los años 80s, el MIR convocó y organizó el regreso a Chile de sus militantes dispersos en el mundo, con el propósito de combatir y derrocar a la dictadura de Pinochet. La empresa fue inútil, y sus resultados humanos muy costosos. Poco se conoce sobre el “Proyecto Hogares”, con el que intentaron paliar la desunión forzosa de las familias, porque había que dejar atrás, por su seguridad, a los hijos. Cerca de sesenta niños chilenos formaron “familias sociales”, con padres y madres “sociales”, voluntarios que cuidaban a esos niños —primero en Bélgica, más tarde en Cuba— mientras sus verdaderos padres y madres ingresaban a Chile clandestinos, y muchos de ellos caían en la represión.

Esta historia, contada a la vez con delicadeza y contención notables, por un lado, y con una firme decisión por otra, es volcada en un documental estremecedor de Macarena Aguiló. Ella conoce lo que cuenta, pues fue una de las protagonistas inocentes, de los sesenta niños que durante cuatro años, y algunos para siempre, vivieron la separación familiar, con todo el drama de la carencia afectiva que ello supuso. Macarena tenía nueve años, y era hija de dos militantes del MIR, Hernán Aguiló y Margarita Marchi.

Un esbozo del tema, del documental y de su autora, se encuentra en Calle Santa Fe (Carmen Castillo, 2008), que dedicó una parte a reflexionar sobre el tema de este “abandono” de los hijos por causa superior, o aparentemente superior. Se examina allí el síndrome de ese abandono, y la contradicción de los militantes que querían hacer de Chile “un país mejor para nuestros hijos” mientras, en verdad, se separaban de ellos causando heridas emocionales en muchos casos irrecuperables. En Calle Santa Fe aparece Macarena trabajando en su propio documental, e incluso su madre, quien interpreta y justifica la acción del pasado.

El documental de Macarena Aguiló enfrenta el tema, como señalé, tenaz y dulcemente. Es una obra en apariencia suave por su estilo, pero de una poderosa fuerza en la construcción de sentidos. El edificio de los chilenos es a la vez melancólica, y en lo que respecta a la autora y a sus “hermanos sociales”, convocados aquí, funciona como una especie de ejercicio terapéutico que consiste ante todo en dar testimonio y hablar, aunque, como varios señalan, jamás pudieron desarrollar ese diálogo con sus propios progenitores cuando volvieron a sus familias. El documental es doloroso —como una herida abierta— y a la vez anti-sentimental y anti-melodramático. Un tema que podía haber abierto las puertas a la manipulación emocional, en cambio es cauto, fino, inteligente. Se sabe (Macarena Aguiló parece haber encontrado esa sabiduría natural en esta ópera prima), que la emoción más profunda se realiza en la relación entre lo que se dice y lo que se calla. Y su documental calla y dice de muchas maneras: con el uso de las cartas de sus padres, que la joven milagrosamente conservó (“tesoro escondido”); con los testimonios —incluido el revisionismo ideológico—, de los participantes históricos (el más elocuente aquí es Iván, el “padre social”); con dibujos y secuencias de animación de gran densidad simbólica; con numerosas fotos y algunas filmaciones de archivo y otras nuevas, sobre los lugares (el “edificio”, la escuela cubana) en que vivieron, el registro del espíritu de actividad colectiva de los niños (trabajo y juegos) y el de la solidaridad de Cuba con Chile.

Macarena está presente desde un comienzo en una breve y significativa secuencia de juego y cariño familiar con su propio hijo, y más tarde —en todo momento del documental—, con un estilo de “presencia” personal sin pretensión interventora, pero capaz de hacer oportunas preguntas incómodas a los responsables de las decisiones del pasado. Hay una permanente media sonrisa giocondiana en su rostro, y, en una secuencia, una lágrima muy legítima. El edificio de los chilenos está lejos de convertirse en un documental de confrontación generacional, aunque es en sí mismo —no tendría otro sentido su existencia— un juicio, sin sentencia ni condena, a quienes antepusieron lo social y político a la familia, el idealismo en el fondo ingenuo que pretendía “cambiar el mundo”, a la experiencia cotidiana de vivir. Se incluye una revaloración de esa vida cotidiana concreta, en una secuencia en que Hernán Aguiló se refiere a ella a partir de su déficit, su pérdida, y su final inexistencia.

El itinerario personal de Macarena Aguiló, aunque no sea el tema central del documental, resulta un eje. Secuestrada a los tres años por la policía de Pinochet para forzar la aparición de su padre, después fue llevada a Bélgica y a Cuba para formar parte de “su familia social”, y sólo regresó a Chile a los diecinueve años, luego de vivir un tiempo con una tía en Uruguay. El regreso a Chile, para ella como para los demás, significó confrontar el fracaso de sus padres por construir un nuevo país que ni siquiera hoy se ha logrado.

En una secuencia ciertamente enigmática, Macarena reúne todas las cartas que sus padres le enviaron a lo largo de los años, las pasa al computador en una versión impecable, las imprime en láser y se las regala a su madre y al compañero de ella: es la devolución de tantas palabras que nunca lograron sustituir la ausencia. De algún modo, El edificio de los chilenos también es una devolución. Es una “carta” cinematográfica que una de aquellas niñas, hoy adulta, nos entrega a toda una generación cegada por el idealismo. La película es un aporte documental importante a la historia, pero ante todo implica un deseo de comunicación. En una secuencia, una niña reflexiona sobre por qué los adultos jamás toman en serio sus reflexiones o sus consejos. Esta vez es preciso escuchar y ver —y aceptar— con oídos y ojos bien abiertos.