El Charles Bronson Chileno, de Carlos Flores
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Las rarezas pueden tener algo tan atractivo como su excepcionalidad y su no común capacidad de esconder significados mayores a la conciencia. De ahí el circo y una larga tradición de espectáculos creados alrededor de los fenómenos, que es una manera de resaltar la homogeneidad a la que se pertenece admirando lo que está fuera de ella.

En parte esto podría ayudar a entender las razones que tuvo Carlos Flores, ya entonces un afirmado documentalista, para hacer esta exploración sobre un personaje como Fenelón Guajardo, llamado el Charles Bronson chileno, por su parecido a un actor norteamericano que hoy nada dice a las nuevas generaciones, pero que tuvo sus momentos de éxito al final de los sesenta.

Guajardo es lo que en la jerga juvenil se llama “un freak”, no solo por basar su éxito público en su parecido con una figura fílmica, sino también por el mundo cultural del que proviene y por todas las historias, falsas o verdaderas da lo mismo, de las que se dice protagonista o al menos testigo presencial. El conjunto de todo eso, más la sesión de fotografías y un intento por filmar una de sus historias constituyen la película de Flores. Aunque desdichadamente tal afirmación no hable muy bien del producto.

Ocurre que el personaje puede no tener ningún relieve por sí mismo, excepto por su físico. Pero lo que el circo hace es transformar tal materia prima en un espectáculo de ausencia de realismo, de suspensión de lo cotidiano para sumergirnos brevemente en un mundo de oropeles enfáticos y vagamente rituales, que nos hacen ver con otros ojos las posibilidades de un riesgo. Flores al dejar libre a su personaje lo sigue con auténtica curiosidad, pero no lo atrapa para un fin específico, ni con afán expresivo. El realismo socialista del que proviene lo lleva a extremar las posibilidades del registro y a rechazar todo espectáculo. Resultado: un aburrimiento audiovisual que casi no tiene paliativos. Guajardo se pavonea de aquí para allá, (como en esa absurda escena en una azotea) y los realizadores lo siguen sin ninguna ironía, más bien con boba obediencia. Entonces no puede pasar mucho que sea de interés para un espectador bien intencionado en recibir algo desde la pantalla. No porque algo tenga características especiales en la vida real ese algo hará destellos en pantalla. Guajardo posee un mundo propio, pero nadie está muy seguro que sea lo suficientemente interesante como para merecer una operación como esta, con las dimensiones de un largometraje. Tal vez la televisión podría aceptar mejor esto, dentro de una serie que podría llamarse “La copia infeliz del Edén”. En tal contexto nuestra vocación por ser algo parecido a lo mejor de Occidente podría dar luces sobre nuestra identidad.

Pero viendo con la debida atención El Charles Bronson chileno tales ideas no se desprenden muy espontáneamente, más bien resultan postizas a un documental como este en que las intenciones verdaderas están tan ocultas que podemos divagar con amplias libertades para encontrar un interés que justifique, y por lo tanto absuelva, a una película que parece existir porque sí.

Lo verdaderamente raro es que Carlos Flores haya propuesto una tan extraña idea y haya sido capaz de persistir en ella hasta el infinito y más allá. Y así quedó: como un disparo solitario en una época difícil, en la que no había suficiente humor como para haberle insuflado algo de vida a esta tímida exploración en la bizarría.