Educación Física, de Pablo Cerda
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Exequiel es un joven panzón, tendrá alrdededor de 30, vive en San Antonio, hace clases de educación física a niños que no lo toman en serio, vive con su padre y come churrascos a diario. Una vida monótona, opaca, que tiene como única distracción jugar solitariamente basketball mientras atardece, con una gran destreza por lo demás. Así delinea a su protagonista Pablo Cerda, encarnado por él mismo, en su primer largometraje. Una película que da en un inicio rastros de tornarse una contemplación oscura de una vida sin vuelta, pero que de a poco, lanza unos claroscuros que la levantan admirablemente.

Protagonista de las últimas dos películas de Alberto Fuguet (Velódromo y Música Campesina) y compartiendo gran parte del equipo técnico que éste ocupa (director de fotografía, guionista, asistente de dirección, sonidista), a simple vista Educación Física contiene similitudes estilísticas y de ritmo con las películas que Fuguet. Es decir, encuadres fijos y largos, prioridad hacia un diálogo que desemboque en a veces irónicos malos entendidos o en destapes emocionales, con una luminosidad apegada a cierta nostalgia que se remarca con la banda sonora. Pero aquí ese estilo juega por otros rumbos, lo que la engrandece.

Quizás por su formación actoral, Cerda configura minuciosamente lo físico en cada uno de los personajes, aunque ello va acompañado de una cámara paciente que sabe encuadrar bien esto. Puebla a todos de ciertos gestos, acciones, de una imagen y características físicas que lleva a su extremo en el rol que él encarna, al verse con más de 20 kilos demás, siempre vestido de buzo, combinando colores horribles y hablando siempre más bien mirando al suelo. Se expone de esta manera sutil y acompasada una cotidianeidad que ronda por la historia de manera natural, aliviándola siempre de pesadeces existencialistas o de discursillos vagos. Así es como se retrata una relación que en pantalla se proyecta fuertemente sincera, aunque a la vez puede que sea la perdición del protagonista: la de Exequiel con su padre (un notable Tomás Vidiella). Alguien al que según Exequiel no puede dejar solo, aunque parece tener una buena vejez. Ambos derrotados, encerrados en un mundillo que se reduce a ver malos programas de TV y a comer grandes sándwiches chorreantes de palta.

Sobre esta base que contada así parece grisácea, el director astutamente la sitúa sobre un humor que surge gracias a la ingenuidad del protagonista, a las conversaciones con un amigo, además de esas clases en donde sus alumnos que no le creen nada. De esta manera se equilibra con ese drama que podría quedarse sólo en Exequiel y su mundo, pero Cerda tiene la habilidad para colar ciertas señales de que su pesar es también generacional. Porque no sólo Exequiel es un joven quebrado y que se hundió en una desazón inmovilizadora. Ahí también está su hermana casada con un arribista empresario o su ex polola (tal vez el personaje más discutible por la resolución que tiene), quien vuelve a San Antonio a vender huevos orgánicos. Esa ciudad de la que todos hablan con ganas de querer irse y adonde volver significa una derrota. Un lugar que el director no se esmera en mostrar decadente, sino que la explora y la retrata como un lugar abundante en espacios vacíos, a veces fantasmal, y con muchos silencios, a pesar de la cercanía con el mar.

Pablo Cerda crea un debut sorprendente, demostrando un cariño y fe por sus personajes que convierte a la película en algo entrañable, a ratos conmovedor, sobretodo en esa relación padre-hijo. A la vez, delinea una película inteligentemente abierta y cercana, gracias a esos gestos, como esa gran panza tan humana como deprimente.