Cien niños esperando un tren, de Ignacio Agüero
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Hay películas en las que, muy de cuando en cuando, todo funciona tan bien que parecen llegar a exceder las intenciones manifiestas de su autor. El fenómeno, de por sí raro, ha ocurrido también en nuestro cine, aunque con mayor frecuencia en el documental que en la ficción.

Cien niños esperando un tren de Ignacio Agüero es uno de esos documentales que surgen de una necesidad profundamente sentida y en medio de circunstancias adversas, todo lo cual terminó potenciando el resultado. Aparentemente la anécdota no podía ser más inocente: un registro del taller de apreciación cinematográfica que realizaba la profesora Alicia Vega en una población de Peñalolen, en medio de dificultades y límites que amenazaban la sobrevivencia de la actividad. La profesora logra salir adelante recurriendo al ingenio y a la capacidad lúdica de los niños, pero el documental de Agüero va mucho más allá de su anécdota y termina transformándose en una verdadera denuncia del estado del país durante la dictadura. Los niños entrevistados dicen lo que piensan y cómo realmente sienten las cosas, aun desde posiciones que parecieran una abierta contradicción con su propia realidad. El niño que desea ser policía para pegarle a todos los demás es del tipo de escenas que debieran ser vistas en todos los colegios del país y que dice más de los signos de su tiempo que un informe de la ONU. Cuando se les pregunta con qué tema desean rellenar el fotograma que tienen delante, la mayoría opta por las protestas y dibujan policías y helicópteros, jóvenes combatientes y muertos por las calles. Difícil decir más con tan escasos recursos.

Por eso es que Cien niños esperando un tren posee algo cercano a la magia del cine que la propia Alicia Vega intenta comunicar a los niños pobladores. La transfiguración del juego infantil en acto de denuncia nunca aparece como una manipulación ideológica, sino que más bien como la natural extensión de los hechos reales. Así todo lo que nos muestra resulta tan transparente y veraz, que se puede entender que la censura de la época la haya calificado para mayores de 21 años.

La falta de énfasis, su sinceridad entrañable y la prudencia del autor en no manipular ni adornar su material, hacen crecer la obra a alturas insospechadas, al punto que ya se ha transformando en la cumbre del documental chileno hecho bajo la dictadura. Que hayan algunos recursos fáciles como las entrevistas, o ingenuos como la música de las películas, podrían contaminar la pureza del conjunto, pero los niños resultan ser unos entrevistados maravillosos y difícil es encontrar un mejor uso de los ritmos y las melodías utilizadas. Signos de un montaje sensible y sutil, que sabe colocar en su justo realce cada elemento significante.

Al final todo parece funcionar a la perfección, produciendo un efecto de fuerte emoción y humanismo, como rara vez se ha dado en nuestro cine, tan apegado a la fórmula de la denuncia feísta y del miserabilismo tercermundista.

Lejos de mantenerse en el ámbito de las circunstancias especiales de su época, de la que es el más válido retrato cinematográfico, Cien niños esperando un tren nos sigue interpelando hoy cuando hemos dado pasos gigantescos en el desarrollo social y económico, pero no los suficientes en la mejora de la educación, para qué decimos algo sobre la cultura cinematográfica en los colegios. Temas pendientes que tienen a muchos más de cien niños esperando.

Como si esto no bastara la película ha alcanzado también una insospechada universalidad. En una encuesta realizada por la prestigiosa revista británica «Sight and sound» con ocasión del centenario del cine, en la que se consultó a críticos de todo el mundo sobre las que consideraban las cien mejores películas del mundo, la obra de Agüero obtuvo dos votos ¡provenientes del Japón!.