Canta y no llores corazón: La representación temprana
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El lugar idílico está señalado desde el primer intertítulo en Canta y no llores corazón (o el precio de una honra), estrenada el mismo año de El húsar de la muerte. Una casa en medio de la selva sureña, una hacienda llamada “El Paraíso” por quienes lo visitan, y dos historias que corren paralelas entre los dueños de la casa y los peones que habitan la hacienda, mezcladas con amor, desconfianza, traiciones y ansias de venganza por parte de todos sus habitantes. El germen de muchas de las telenovelas que veremos durante los años siguientes está ahí, en medio de estos personajes que conviven e intentan romper la tensa línea de división entre el patrón y el peón (o el empleado, dependiendo del lugar desde donde nos paremos)

Un antiguo empleado del dueño de “El Paraíso”, ahora convertido en un millonario, confiesa a su hijo la treta llevada a cabo años atrás que le permitió amasar su propia fortuna, aprovechando el despilfarro de su patrón. Sin embargo, pese a esa fortuna, el empleado desea una nueva condición adquiriendo la calidad “aristocrática” de sus antiguos patrones. Al mismo tiempo, entre los peones, una joven sueña con el amor, con las mujeres de las revistas y su hermano, lejos de ahí, piensa en el futuro al que puede acceder en la ciudad. 

Desde la primera toma, la tensión campo/ciudad se ve manifestada en el centro de la casona enmarcada por el puente ferroviario. El tren, un elemento que ha estado presente en nuestro imaginario desde que el cine es cine, se presenta en este filme como una promesa de prosperidad que no hace sino afianzarse con los anhelos de los protagonistas. La mirada aparentemente inocente sobre los personajes deja escapar también cierta intención de modelamiento sobre sus espectadores. No por nada, el protagonista, Juan René, se inspira en “Puede el que cree que puede” (He can who thinks he can), libro del pionero de la autoayuda Orison Swett Marden, una especie de gurú de la autoafirmación que hasta el día de hoy sigue vendiendo miles de libros. Juan René personifica a ese campesino esforzado, que busca una forma de salir de la pobreza con nobleza y buenas intenciones, mientras en la contraparte, los dueños y hacendados caen en manipulaciones para mantener su fortuna, su estilo de vida y sus apariencias. 

Esta exaltación de la sencillez del hombre de campo se revela nuevamente cuando el protagonista logra hacerse de un lugar en la ciudad como jefe de talleres “de un diario importante”, según señala el mismo filme, al tiempo que se hace cargo de un pequeño huérfano sin origen conocido. Desde ahí, en su retorno, deberá enfrentar una realidad en que el más poderoso insiste en pasar por encima del más humilde. 

La película sorprende en su lenguaje con decorados, tomas de close up y una composición similar a películas hollywoodenses de la época. Y al igual que esas películas, persiste en la visión romántica de lo bueno y lo malo. Los personajes no tienen matices porque no los necesitan, y es desde ahí donde nos guía hacia lo deseable en nosotros. Esa falta de grises es precisamente, una falencia que sigue presentándose en el día a día de nuestro país. Surge nuevamente la duda – una que se presenta frente a toda la cinematografía – ¿Es el cine una expresión de la realidad? ¿Es la realidad una representación de lo que aprendimos en el cine, en la imagen? Canta y no llores corazón es como toda película de la época, hija de los anhelos y la esperanza de poder concretar una forma de contar historias que nos hicieran sentido a través de la imagen. Sin embargo, es mucho menos inocente de lo que parece. Su revisión permite comprender algo de ese espíritu que venía heredándose desde el siglo XIX. Las fracturas y complejidades de la sociedad están ahí, a simple vista, pero hay que querer verlas.