Caluga o Menta, de Gonzalo Justiniano
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El éxito de una película sigue siendo un misterio no resuelto, afortunadamente para la creatividad futura. Pero a la hora de los balances estéticos puede ser un lastre cuantioso o la mejor demostración de nuestras superadas insuficiencias.

Caluga o menta fue bendecida por el público en el momento de su estreno y ha dejado el recuerdo de ser una película seria y socialmente comprometida. Inclusive «artística». Verla hoy confirma que Justiniano es un cineasta porque así definió Glauber Rocha a «todo aquel que consigue dinero para hacer películas». Pero la prudencia aconseja no profundizar mucho más en esa definición.

El tema de la marginalidad, al que la película pretende servir explícitamente, aparecía como novedoso en el primer año de la nueva democracia, aunque ya había sido explorado en formas menos directas en varias otras películas anteriores, como la célebre Cien niños esperando un tren o Los hijos de la guerra fría del mismo Justiniano. La diferencia es que ahora todo se podía decir frontalmente y, como bien enseñan casos anteriores, ahí estaba el peligro más fuerte para la creatividad, la mayor amenaza para la imaginación narrativa.

En la película todo habla del tema, todo lo que hacen los personajes es porque tienen que ilustrar el tema, la construcción argumental y su posible desarrollo y evolución están marcados por el tema, hasta el último pliegue recóndito de la escenografía, el vestuario y el maquillaje están ahí para recordarnos el tema. ¿Y la imaginación del público, de qué se nutre? De bien poco en verdad, porque la realización no ha dejado espacio para que participemos de un mundo narrado en el que priman la fealdad, el aburrimiento y el vicio. Eso deja bien acorazado al espectador en sus propias certidumbres morales y paulatinamente se desentiende de personajes y situaciones, vistos cada vez con mayor indiferencia. La culminación de la distancia y de la descomposición del guión alcanza en los momentos en que los tres personajes enfrentan su destino final, con escenas tan ridículas como la del protagonista gritando en la madrugada de su barrio. A ese punto la imagen y el sonido son un chicharreo molesto existente en la pantalla, pero la película parece haber terminado una hora antes.

Lo que mejor ha logrado sobreponerse al deterioro del tiempo han sido la ambientación, de indudable autenticidad y la actuación protagónica, no suficientemente aprovechada por el guión. También la escena de Luis Alarcón resulta notable por su sobriedad y turbias alusiones, lo que habría sido ejemplar si se hubiera extendido al resto del relato.

Caluga o menta quiso ser una obra comprometida, y tal vez lo fue auténticamente en un momento, pero el cine requiere más que buenas intenciones sociales para justificarse, requiere también emociones, es decir imágenes que se muevan para hacernos partícipes de un mundo descubierto por la cámara. Pero la imagen no es el objeto filmado, eso a lo más es un simulacro que se agota en la simple constatación de su posible existencia.