Pensemos en la situación actual del cine chileno. Hace 20 años se estrenaron 16 filmes, según los datos de CineChile, dentro de los cuales se incluyen cortometrajes tanto de documental como de ficción. La situación cambia en tan sólo 10 años, donde con sólo contar largometrajes de ficción, llegamos a 21 estrenados durante el 2007, ya sea en salas de cine nacionales como en festivales. Quedando aún casi cuatro meses del año presente, llevamos un total de 35 largometrajes, entre documentales y ficciones, estrenados solamente en salas, sin contar los que se han estrenado en diversos festivales del mundo y que aún no cuentan con distribución. Estamos, claramente, en un escenario donde la variedad es mayor y, por ende, ya no está esa necesidad absolutista de representar a Chile, por lo que hay lugar para que existan más películas de nicho y que apelen a otro tipo de público, como en esta que nos convoca. Podríamos decir que Chile ha llegado a tal nivel de producción y distribución de su propio cine, que estamos en una posición en que se puede realizar una película intrascendente, y al nivel de un telefilme de Hallmark estadounidense, sin causar mucho revuelo. Nos hemos permitido la medianía y la mediocridad, porque tenemos el espacio para ese tipo de filmes dentro de la oferta.
Artax parte con un relato, una mujer argentina ya mayor (interpretada de manera precisa por Mercedes Morán) le cuenta a un joven chileno, que ha llegado a su puerta en medio de la tormenta, la historia de cómo llegó por primera vez a Chile. Así es como empezamos a conocer la historia de Mercedes (interpretada por la actriz argentina Celeste Cid, el punto alto de la cinta), quien luego de una infancia y adolescencia vinculada al campo y los caballos se enamora de un chileno, lo cual la lleva a nuestro país para descubrir que él es dueño de una enorme caballeriza que entrena caballos para carreras. Con él forman una familia y tienen un hijo con Asperger, quien logra aliviar sus ansiedades cuando se encuentra cerca de Artax, un potrillo que su padre le regala. Luego de un lamentable accidente donde el esposo de Mercedes muere, ella se ve enfrentada a deudas millonarias que la llevarán a buscar una salida: entrenar a Artax para correr en las carreras. Esto, bajo la mano del mejor entrenador que puede haber, interpretado por Gonzalo Valenzuela.
Como se puede ver, no hay nada acá particularmente ofensivo y la factura de la misma es lo suficientemente competente como para estar por sobre de un telefilme del montón. Sin embargo, es el tono deliberadamente insípido de todo lo que Gonzalo Valenzuela parece capaz de entregar (en términos de rostro, actitud y actuación) lo que hacen que nada de lo que sucede en la segunda mitad resulte creíble a nivel emocional. Lo mismo ocurre con la interpretación de Joaquín Flores y Juan Pablo Ogalde, quienes interpretan a Bruno, el hijo de Mercedes tanto de niño como de adulto, de una manera que parece más una imitación de clichés de otras cintas que una exploración realista del autismo. Pese a estar plagada de interpretaciones correctas de Francisca Gavilán, Tiago Correa y Felipe Ríos, la cinta nunca logra despegarse del lastre de Valenzuela, quien lamentablemente guía la trama hasta su escena final. Finalmente, es una película que será olvidada en el momento en que se termine, ni terrible ni increíble, una de esas que no merecen una ida al cine, pero que si se pillan en el televisor… Si te gustan las películas con caballos, se podría llega ver, igual que mucha de la producción que se estrena en Estados Unidos cada semana. El tener una industria nos lleva a la homogeneidad más que a un aumento de la calidad.