40 años de El Chacal de Nahueltoro
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“Ya ni la nostalgia es lo que era” decía Simone Signoret. Es que todo cambia, según la máxima acuñada por Heráclito, cantada por Mercedes Soza y comprobada por las últimas generaciones de chilenos.

La renovación se estila más que la conservación, al punto que en política el concepto le ha dado el nombre a un partido conservador y es el slogan del que se ha apropiado la derecha como bandera de lucha para ganar las próximas elecciones. “Es que todos piensan así”, parece ser el argumento más contundente para asimilarse a la tendencia en boga. La moda del año tampoco es lo que era, ahora es de la temporada, la del momento. Por lo que hablar de clásicos se vuelve alternativo, disidente y heterodoxo, todo lo cual puede estar muy bien por un tiempo, pero si “el gran criterio del arte es el tiempo” como decía Balzac, la revisión crítica de lo que hemos admirado y denostado es una exigencia de lucidez… aunque sea transitoria.

¿Por qué no podemos olvidar lo que nos ha conmovido? Sin duda porque necesitamos que sea así. Solicitamos a la memoria que nos guíe entre los mares tempestuosos del presente para organizar el sentido de nuestro transcurrir. Y ahí vuelven a ser necesarios los clásicos, verdaderos faros de una cultura. El chacal de Nahueltoro pertenece a esta categoría. No la podemos olvidar por las mismas razones con que se defienden solas las grandes obras de nuestra literatura y de nuestra plástica. Es decir, su permanencia es directamente proporcional al efecto que siguen produciendo, más allá de las circunstancias que motivaron su creación. De hecho esas condicionantes son las primeras en cambiar, mientras que la obra de arte propiamente tal lo hace, al menos, de un modo más lento.

Se acabó la pena de muerte en Chile, la Reforma Agraria mejoró las condiciones de vida del campesinado, el alcoholismo ha conocido una apreciable disminución y hoy día filmamos en colores y Dolby stereo. Pero El Chacal sigue conmoviéndonos.

Las razones de tal porfía tienen que ver con la verdad indesmentible que presenta, una verdad estética donde lo verosímil es de mayor envergadura que lo verídico. Es decir aquí el cine se vuelve más grande que la vida. Por eso nos atrae a su vórtice terrible de violencias atroces, que ora son arbitrarias y miserables (ese asesinato sigue siendo casi insoportable por su dolor y su belleza fílmica), ora sistemática e institucional (la del Estado negador del indulto). Esos son los materiales arcanos de nuestra identidad y aunque queramos negarlo y busquemos controlarlo, somos violentos hijos de una violación histórica. Tal vez por eso no podemos negarle una parte de razón al Chacal cuando mata las niñas “pa’que no sufran”. He ahí lo más desgarrador, aquello que nos horroriza y atrae al mismo tiempo. La dignificación de un ser brutal, entender al abyecto que convive con nosotros.

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Pocas películas chilenas han alcanzado la belleza universal del paisaje que El Chacal posee, y al mismo tiempo es difícil que no duela por su total indiferencia ante el desamparo humano. Mérito de la fotografía más inspirada de Héctor Ríos, nuestro mayor maestro en el rubro. ¿Podrá alguien olvidar el transporte de los cadáveres sobre lomo de burros? ¿O la cruda luz de la secuencia del asesinato?

Pero junto a las virtudes notables del montaje de Pedro Chaskel, de la actuación extraordinaria de Nelson Villagra y del tema mismo, lo que sigue conmoviendo de la película es la inigualable fusión entre el documento y la narración, que la hacen ser, aunque nos pese, el más contundente testimonio de nuestras peores insuficiencias y de nuestras mayores esperanzas. Ya nunca podremos negar aquello que fuimos, aunque seamos más ricos, desarrollados y tecnológicos. Aunque nos hayamos vuelto serios y aunque las instituciones funcionen desde ahora y para siempre, El Chacal será la contundente verificación de lo que fuimos.

Sin embargo el tiempo no ha pasado en vano por la película y ciertos elementos del relato se ven muy fechados. El personaje del sacerdote se quedó en la caricatura del “inútil bien intencionado” con que se solía ver a la Iglesia Católica antes de la dictadura. El periodista sale un poco mejor parado, pero resulta unidimensional como personaje, como también el juez.

Simplificaciones varias abundan y se encarnan con evidencia en la imperfección estructural del relato, en sus ripios rítmicos y una manifiesta tentación hacia la pura tesis política, que se asoma en la segunda parte de la película. Pero nada de eso ha impedido que siga siendo tan estremecedora como lo ha sido desde el día de su estreno. Probablemente hasta sus defectos sean la expresión más sincera de nuestra identidad cultural. Y que eso se contenga en una película no es poco decir en Chile.