Chile en Cannes 2016: País de poetas
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“Chile, país de poetas”: si hay un cliché que reduzca a una sola idea el cine chileno que se vio en Cannes 2016, sería ése. La poesía —o más bien la creación literaria— está en el origen de las dos películas nacionales exhibidas en la Quincena de los realizadores. Por una parte, en Neruda, de Pablo Larraín, vemos al senador y Premio Nobel escribiendo la leyenda de sí mismo durante su período de exilio entre 1948 y 1949; por otra, en Poesía sin fin, asistimos a la reinvención de la juventud de Alejandro Jodorowsky, el cineasta que, a los 87 años, tomó una cámara para reescribir, desde el prisma de la psicomagia, sus días de poeta en el Chile de los 40.

Después de ganar el Oso de Plata en el Festival de Berlín con El club, Larraín trajo a Cannes una película en la que los límites de su ambición se ensanchan, y no sólo en términos de presupuesto o de diseño de producción, también en cuanto a estilo,  forma y técnica cinematográfica. La historia es concisa: en 1948, Pablo Neruda (Luis Gnecco), junto a su mujer, Delia del Carril (Mercedes Morán), deben escapar de un centenar de policías liderados por el prefecto Óscar Peluchonneau (Gael García Bernal), en los días en que la Ley Maldita, dictada bajo el gobierno de Gabriel González Videla, convierte a los militantes comunistas en enemigos del Estado.

Lo que podría ser una película policial pura o un biopic insulso, en manos de Larraín y del dramaturgo Guillermo Calderón pasa a ser un estimulante malabarismo de géneros, un juego narrativo y visual a través del cual el director —más que en cualquiera de sus filmes anteriores— asume el cine como un lenguaje creado para experimentar. Aunque existen dos protagonistas, Neruda y Peluchonneau, la película no está tanto en la caza del poeta como en la construcción imaginaria y novelesca que el escritor hace de ésta: consciente de su genio y grandeza, Neruda cae en la tentación de escribir su destino y convertir esa fuga en una carrera hacia la gloria.       

El gran mérito de Larraín y Calderón es no temerle al gigante Neruda, no tullirse ante una figura sagrada al que el sentido común dictaría glorificar. Sin miedo a abarcar un personaje inabarcable, los creadores prefieren imaginar su propio poeta antes que caer en el maniqueísmo de «realidad versus ficción». Incluso van más allá: perseguido y perseguidor se convierten en un solo personaje, se funden en el monólogo en off de Peluchonneau —en el que Calderón brilla por la riqueza poética del lenguaje— y en un montaje vertiginoso, caótico y fragmentado sobre el que recae una buena parte de la fuerza del filme.     

La buena recepción de Neruda en Cannes fue unánime y tuvo al equipo de la película dando entrevistas durante tres días completos a medios de todo el mundo. La duda que circulaba entre los periodistas era por qué la película no estuvo en la competencia oficial, una pregunta que —junto con la del estreno de Jackie, su próxima producción— le cayó a Larraín una y otra vez en los encuentros con la prensa. Uno de los consensos en torno al filme fue que, gracias a él, el director de No se convierte en uno de los realizadores más interesantes de América Latina.  

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En una frecuencia radicalmente distinta está Poesía sin fin, la cinta con la que Jodorowsky relata los días en que, tras emigrar de Tocopilla a Santiago, descubre en la poesía un escape ante un mundo familiar brutal y opresor. Continuación de La danza de la realidad, la película muestra la conversión de «Alejandrito» (Jeremias Herskovits) en Alejandro (Adán Jodorowsky), un poeta veinteañero que literalmente corta su árbol genealógico y entrega su vida a la creación artística. Como un acto poético, o más bien como un acto de psicomagia fílmica, Jodorowsky reconstruye su memoria usando el filtro multicolor de su imaginario, y repavimenta, así, el camino que lo llevó a ser el artista legendario y multifacético que es hoy.

En los mismos años en que Neruda era perseguido por la policía de González Videla, a fines de los 40, un puñado de poetas jóvenes se rebela contra su figura omnipresente: Stella Díaz Varín (Pamela Flores), Enrique Lihn (Leandro Taub) y Alejandro Jodorowsky —quien, según explicó en Cannes, dejó fuera de la historia a Enrique Lafourcade por motivos de guión— adoptan a Nicanor Parra (Felipe Ríos) como maestro y abrazan su antipoesía como una forma de vida. El joven Jodorowsky deambula por un Santiago violento, en el que se enamora de una «víbora» —Díaz Varín— y se enreda en las faldas de la amante de Lihn, dos hechos que lo harán perder el norte y que, a la larga, lo empujarán a tomar un barco hacia París, en 1953.   

Como en todas las películas de Jodorowsky, hay desborde visual, escenas delirantes, surrealismo, enanos, desnudos frontales, sexo, sangre, color y estética trash, y aunque Poesía sin fin es la prueba de que el cineasta sigue imaginando un cine (y un universo) sin límites, a ratos las restricciones de presupuesto se hacen visibles. El Chile de Jodorowsky es feo y miserable, un lugar de penurias desde el que debe partir para huir de su historia y para poder, así, reinventarla con la distancia del tiempo y los kilómetros. Si en el filme la poesía es salvación, el poeta es el mesías, el ser iluminado al que claman las masas y que tiene el poder de crear para sí una nueva vida.

La película fue ovacionada durante largos minutos después de la función, y así como el crítico Owen Gleiberman, de Variety, la clasificó dentro de las 10 mejores cintas de Cannes, hubo críticos, como el argentino Roger Koza, que no entraron en su mundo  ni engancharon con lo que él describe como «el peor esoterismo». Jodorowsky es un artista extremo, y se le ama o no con la misma intensidad.  

De formas muy distintas, Neruda y Poesía sin fin hablan de gestas novelescas: la del futuro Premio Nobel construyendo su inmortalidad y la del joven poeta parriano forjando al futuro artista de culto. Críticas y opiniones aparte, Cannes demostró que el cliché es real: Chile es un país de poetas. Y también de cineastas.