Cabo de Hornos, de Tito Davison
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El próximo centenario de Francisco Coloane debiera motivar una revisión de su fortuna cinematográfica, aunque es probable que podamos resumirla fácilmente dentro de esta misma crónica. Poco de su potencia narrativa, de su mundo desolado y fascinante parece haber alcanzado la pantalla. Probablemente las adaptaciones intentadas se dejaron atrapar en los roqueríos visuales de una escritura austera que esconde peligros bajo el nivel de sus aguas tempestuosas. No todo lo que parece imagen se ve convincente en pantalla. La evocación en literatura es virtud cardinal. En cine también, pero los medios para lograrlo no deben ser confundidos con la mera captación de la realidad.

Los mexicanos fueron los primeros en intentarlo con La Tierra del Fuego se está apagando, dirigida por el Indio Fernández, que no hemos visto, como casi nadie aparentemente.

Algunos fragmentos de la fallida Tierra del Fuego de Miguel Littin poseían la tensión física y el lirismo combinados del escritor, pero los personajes parecían impuestos desde fuera de su realidad patagónica y la historia en su conjunto no lograba prender emociones en sus espectadores en su afán épico, nunca alcanzado . Y es que la anécdota no dejaba fluir la historia más profunda, aquella que en Coloane subyace a la acción física y en la que el cine tiende fácilmente a encallar, por razones obvias. Fue un fracaso, pero bastante más digno que los anteriores.

El relato de iniciación viril posee una larga tradición, que comienza en los mitos originarios y llega hasta nuestros días en las formas poco confiables de los juegos cibernéticos. Por lo que el proyecto de filmar El último grumete de la Baquedano, un clásico de nuestra literatura, podía contar con un público cautivo y seguro, además de probada universalidad, como lo ha demostrado la algo tardía fortuna internacional de Coloane. Pero la adaptación realizada por Jorge López puso de manifiesto que el escritor era demasiado grande para el cine chileno de los 80, particularmente carente de los medios de producción adecuados. Y narrativos también.

Una herencia hecha tradición: las mismas carencias existían en los 50, cuando una co-producción chileno-mexicana se atrevió con Cabo de Hornos, que a pesar de los medios empleadosno se libra de ninguno de los defectos posibles de su época. Por eso sorprende que hoy se vea bastante más interesante de lo que seguramente fue en su estreno.

Es probable que el tiempo haya depositado cierta carga de estilo anticuado a este melodrama improbable. Virtudes y defectos se hermanan en la configuración de un relato definitivamente anclado en un pasado aun reconocible, pero ya imposible de verificar o incluso de recrear. Por ejemplo, las escenas más interesantes son las documentales, las únicas en que se siente algo de Coloane, pero corresponden a la caza de las ballenas, algo hoy brutal y, al menos en Chile, superado. La mezcla de esto con el melodrama romántico deja ver las suturas, pero con hilos antiguos, lo que más que un defecto hoy aparece como signo de época. Y eso tiene su encanto.

La primera parte, desarrollada en Valparaíso, es la más débil. Personajes que se explican por sus diálogos, como en una telenovela, hacen fluir con lentitud el relato. El personaje femenino, interpretado por la bella mexicana Silvia Pinal, es un artificio colocado en un ambiente realista al que nunca logra integrarse. Aparece en largo traje de noche, con joyas y pieles, en un cabaret porteño de tercera. Sólo ese gran maestro de las formas que fue Joseph von Sternberg pudo lograr que Marlene Dietrich sobreviviera a tales contrastes. Pero para ello construyó un mundo estilizado en estudios, en los que lo onírico se amalgamaba con el erotismo de la puesta en escena. El cineasta Tito Davison, un chillanejo que desarrolló su carrera en Argentina y México, poseía oficio, pero no talento. Su visión de Valparaíso debe ser de las más anodinas nunca filmadas en la ciudad más fotogénica de las nuestras.

Más interesante se vuelve la película cuando la acción se impone a los diálogos, a pesar de las reiteradas pausas a las que obliga cada aparición de Eugenio Retes, gran comediante, pero aquí sobrante casi siempre. Las secuencias marinas poseen bastante más vigor que todo el resto, por lo que a medida que la acción se interna en los canales del sur la fotografía de ese maestro que fue Andrés Martorell, tiene oportunidad de lucirse e incorporarse al relato. El último fragmento posee auténtica tensión y si el espectador ha sabido resistir los artificios del guión, puede llegar a disfrutar intensamente la aventura. Hay que reconocer que la difícil escena de la tempestad está impecablemente hecha, incluso para los exigentes niveles de hoy.

Cabo de Hornos fue la producción chilena más ambiciosa de su tiempo y se le debe reconocer los méritos de su esfuerzo. Es verdad que el mundo del gran escritor aparece licuado con ingredientes poco dignos de su obra, pero como podemos comprobarlo 65 años después, nuestro cine todavía no parece poder colocarse a las alturas majestuosas que Coloane alcanzó en su escritura.