Breve historia de Chile Films
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La historia del cine chileno está constantemente asociada a este apelativo, referido durante décadas a la producción de películas, sea porque ha sido en algunas de sus etapas una compañía propiamente productora, o porque en sus estudios y laboratorios ha sido filmada y procesada una cantidad muy considerable –probablemente la mayor parte—de la producción fílmica nacional: largometrajes de ficción, documentales, cortos publicitarios, etcétera. Se trata, en suma, de un signo que tiene en la cinematografía chilena una inevitable connotación emblemática.

Hubo ya “un Chile Films” en los albores del siglo XX, cuando el cine chileno estaba apenas en su etapa balbuceante. Lo funda el pionero del cine chileno Salvador Giambastiani poco después de su arribo a Chile en 1915. Filma vistas de actualidades y documentales, y en 1916, tras asociarse con Guillermo Bidwell y Luis Larraín Lecaros -quienes se ocupaban de la distribución de películas desde 1911, y en mayo de 1916 se asocian con él-, refunda su empresa bautizándola como Chile Films Co., Sociedad Editora Cinematográfica Nacional. Su primera producción, La baraja de la muerte, estrenada en 1917 tras no pocas dificultades con la censura, es el primer largometraje de ficción de la cinematografía local.

La sociedad se disuelve a poco andar, pero el sello produce varias películas en los años siguientes, entre ellas algunas de las del prolífico realizador Alberto Santana. En 1925, cuatro años después de la muerte de Giambastiani, se exhibe un último film que aparece con el emblema de Chile Films.

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En 1942 se crea una nueva empresa que lleva ese nombre. Pero esta vez la iniciativa va en grande, porque tiene el respaldo financiero del Estado. Chile vive un período de singular desarrollo en una serie de dominios. En 1938 había llegado al poder una coalición política, el Frente Popular, que promueve en el país una serie de transformaciones fundamentales. En el plano cultural, el país asiste al surgimiento de instituciones y movimientos que renovarán variados aspectos del acontecer artístico: se fundan la Orquesta Sinfónica de Chile, el Ballet Nacional, el Teatro Experimental de la Universidad de Chile -que cambiará radicalmente el curso de la vida escénica en el país-; y en literatura se desarrolla una vigorosa corriente de narradores que abren el cuento y la novela a la temática social. Presidiendo el escenario aparece la figura eminente de Pablo Neruda, que acaba de volver al país luego de su traumática experiencia en el Guerra Civil Española, y crea una herramienta que será importante en la orientación del trabajo cultural: la Alianza de Intelectuales de Chile.

El cine nacional, que tras su incorporación a la pantalla parlante con Norte y Sur en 1934, se mantuvo hasta fines de la década en un nivel de virtual inexistencia, muestra a principios de los 40  algunos signos de reanimación. El Gobierno no se muestra insensible al fenómeno y decide apoyarlo, utilizando para ello la Corporación de Fomento de la Producción (CORFO), la poderosa palanca que el Estado se ha dado para impulsar el desarrollo económico e industrial del país. Se funda así, en julio de 1942, como empresa filial de la CORFO, la flamante productora Chile Films, cuyo finalidad específica es apoyar el desarrollo de la cinematografía chilena. Lo plausible de la iniciativa no marcha a parejas, desagraciadamente, con la claridad de las ideas que pudieran tenerse sobre la forma de cumplir sus objetivos. Tras la empresa estaban y estuvieron todos los años siguientes políticos y tecnócratas que muy poco o nada sabían de la especialidad, y que por consecuencia no tenían claridad sobre cuál era el cine que Chile requería y de qué modo había que implementarlo.

Quienes vivieron la experiencia, cuentan que el primer presidente que tuvo el directorio de Chile Films, Mariano Puga Vega, connotado político del añejo Partido Liberal, llegaba a los estudios en una carroza tirada por caballos, y vestido en riguroso traje de equitador británico. Partían de una concepción “hollywoodense”: grandes estudios dotados de una infraestructura más o menos fastuosa, lo que en el caso chileno resultaba completamente oneroso y desproporcionado. 

En cuanto a las ideas sobre las películas que había que producir, el esquema era también equivocado: con temas “cosmopolitas”, proyectaron obras de gran espectáculo, “superproducciones”, elencos encabezados por “estrellas internacionales”, todo ello pensado para poner en marcha, principalmente, un cine “de exportación”. Este bagaje ideológico estaba alimentado visiblemente por personas asociadas a la producción fílmica de Argentina, país cuya cinematografía afrontaba una grave crisis producida por el bloqueo que le habían impuesto al país los norteamericanos como castigo a la ambigüedad que mantenía el gobierno transandino frente a los dos bandos enfrentados en la Segunda Guerra Mundial. A causa de las carencias de película virgen, varios estudios bonaerenses habían cerrado sus puertas y la cesantía cundía en el mundo del cine.

En suma, Chile Films puso en práctica su proyecto, en primer lugar, construyendo estudios que para la época resultaban desproporcionados, y en segundo lugar, importando cuadros técnicos y artísticos argentinos. Esta última idea no era en sí misma descabellada, si no fuera porque llegaron directores mediocres o que estaban ya en franca decadencia –Luis Moglia Barth, Roberto de Ribón, Mario Lugones, el chileno-argentino Adelqui Millar- y porque no se halló mejor cantera argumental para algunas de las películas realizadas que adaptar argumentos de autores europeos, como Hermann Sudermann, Robert Louis Stevenson, Victoriano Sardou, Carlos Arniches. Producciones de gran costo, porque eran de reconstrucción de época, o porque requerían sofisticados paisajes europeos –Londres, ciudades nórdicas—, extravagantes y suntuosos escenarios, como los que exigía El diamante del maharajáuna astracanada que quiso explotar sin lograrlo, por la bobería sin gracia de la historia, la popularidad del actor cómico argentino Luis Sandrini-, o La dama de las camelias, una lamentable parodia de la novela de Dumas-hijo.

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La solvencia de realizadores como Carlos Borcosque o Carlos Hugo Christensen no fue suficiente para salvar la faceta profesional del conjunto del proyecto ni para impedir el hundimiento del barco. La experiencia fue, en síntesis, una suma de monumentales desastres artísticos y financieros.  Nunca, en ningún otro etapa de nuestra cinematografía, se hicieron tantas películas de tan pocos merecimientos,  en un período tan breve –apenas cinco años— y pagando un costo económico tan alto.

La CORFO decide en 1947 disolver la sociedad y alquilar sus estudios. Chile  Films, comenta el crítico Carlos Ossa, con la ácida ironía que lo caracterizaba, “se desplomó sin pena ni gloria. Había cumplido, en cinco años de producción, un ciclo de extensas calamidades, a las cuales le resultaba demasiado difícil sobrevivir”. En la revista Ecran, por su parte,  un cronista escribe melancólicamente, a propósito de la quiebra de la empresa: “La historia del cine chileno es una serie de pasos en falso. Nuestro cine es una especie de fantasma intermitente, que aparece y se escurre de entre nuestros dedos cuando pretendemos asirlo”. Según algunos, el único saldo positivo que dejó la costosa aventura, fue la oportunidad que tuvieron una serie de técnicos chilenos –fotógrafos, sonidistas, compaginadores, asistentes de laboratorio—para formarse y perfeccionar sus oficios.

Chile Films siguió siendo una empresa del Estado pero sus estudios e instalaciones fueron alquilados a particulares. Con el tiempo se viven nuevos episodios, distintos cada vez, porque la trayectoria  de la institución es una suerte de saga que se prolonga durante años. Vive un período de reactivación durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva, gracias a una gestión atinada de Patricio Kaulen y al apoyo que logra el cine nacional con una ley que lo favorece. En los tres años de la Unidad Popular sufre los embates de una época política convulsionada. Chile Films se convierte, por decisión gubernamental, en el punto de convergencia de todos los propósitos, necesidades y problemas relacionados con el cine nacional. Es productora de películas, virtual escuela de cineastas, y distribuidora y exhibidora de films propios y ajenos, nacionales e internacionales. En este último rubro lleva su gestión tan lejos, que se dedica a comprar salas de cine en todo el país. En el primer tiempo, la dirección la ejerce un director de cine, Miguel Littin, período en el cual, según lo cuenta Patricio Guzmán, el trabajo se hacía “con independencia absoluta de lo económico. Había en ese sentido una gran inmadurez por parte nuestra”.

Es cierto que se dieron pasos importantes en la formación de cuadros técnicos y hubo un gran apoyo, sobre todo, a la labor de los documentalistas; pero prevalecieron el voluntarismo y las falencias en los criterios de administración, como resultado de lo cual Chile Films se encaminaba otra vez, en su segundo año de funcionamiento, hacia el desastre financiero. El gobierno decide dar un giro en la administración y reemplaza al cineasta por un economista, y en el año final –de Chile Films y de la propia Unidad Popular—mostrando lo errática que fue su política en este terreno, nombra a un médico que inicialmente había sido el jefe de la policía civil.

Sobreviene luego el golpe de Estado de septiembre del 73, y todo se derrumba. El mismo día del alzamiento militar, un pelotón de soldados toma los estudios por asalto e inicia una minuciosa destrucción de archivos y quema de material fílmico. “Se hizo una pira en el patio”, cuenta un testigo de la acción, y “por espacio de tres días estuvieron quemando todos los noticiarios desde el año 45 adelante”. También documentales y los negativos de una buena parte del cine chileno de ficción. Conforme a la política del gobierno de Pinochet, la empresa se privatiza y deja de ser definitivamente lo que fue. Cesa su producción propia y se especializa en los servicios a terceros, en particular a la televisión y a la floreciente industria del cine publicitario. Hacia fines del siglo XX y en los años del XXI, Chile Films aparece sobre todo, aparte de su función de empresa que alquila estudios y laboratorios, como una distribuidora de películas, particularmente de procedencia extranjera.

 

* Texto que forma parte del del «Diccionario del Cine Iberoamericano»; SGAE, 2011. Cedido por su autora a Cinechile.cl


BIBLIOGRAFÍA: 

Marcos Llona: “Arde el cine chileno”, en S. Villegas, El estadio. Edic. Emisión, Santiago, 1990 (págs. 151-152). 

Eliana Jara: Cine mudo chileno. Imp. Los Héroes, Santiago, 1994. 

Jacqueline Mouesca: Plano secuencia de la memoria de Chile. 25 años de cine chileno (1960-1985). Edic. del Litoral. Madrid-Santiago, 1988.

Carlos Ossa Coo: Historia del cine chileno. Edit. Quimantú, Santiago, 1971 (Col. Nosotros los Chilenos).