Se reanuda la proyección
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Julio comienza en julio” acepta un desafío poco frecuente en el cine chileno: articular un relato con planteamiento, desarrollo y desenlace, que reúne a casi 30 personajes frente a la cámara. No es un cometido sencillo, porque supone un manejo a fondo de expedientes narrativos del cine, que en Chile permanecen prácticamente  inexplorados. Hasta ahora, los mejores momentos del cine nacional, correspondieron, en su mayor parte, a imágenes de acentuado carácter documental. El fenómeno no tiene nada de extraño, porque el registro, más o menos crudo y objetivo de la realidad ha sido tradicionalmente –aquí y en cualquier parte- una buena disciplina para la formación de realizadores de películas argumentales. En Chile, el documental consulta experiencias muy logradas, como es el caso del admirable cortometraje “Andacollo”, del matrimonio Di Lauro, y en general, ha impuesto un sello distintivo sobre películas tan diferentes como “Tres tristes tigres” (Raúl Ruiz), “Valparaíso, mi amor” (Aldo Francia) o “El chacal de Nahueltoro” (Miguel Littin). Estas películas están lejos de ser obras documentales en rigor estricto, pero muy cerca de los postulados básicos del género.

El filme de Silvio Caiozzi se plantea en un terreno distinto. Aunque se propone dar cuenta de los modos de vida y formas de pensar de la antigua clase terrateniente chilena –dominante, paternalista, pragmática hasta el desencanto, laboriosa, orgullosa de su ancestro- no hay ninguna realidad inmediata en que la película pretenda legitimarse. La obra quiere medirse fundamentalmente en una estructura narrativa, en cuyo interior a puesto en juego un conjunto de recursos expresivos de afinada elaboración formal. “Julio comienza en julio” es, en este sentido, una de las películas chilenas de mayor solvencia artesanal vistas hasta ahora.

La minuciosa aplicación del director a la factura de las imágenes se explica a la luz de su temperamento, de su experiencia y también, por antecedentes objetivos del rodaje del filme. Dueño de una tremenda serenidad, declaradamente desconfiado de la improvisación como método creativo, hombre de entusiasmos controlados y observaciones razonables. Caiozzi quiso correr el riesgo de una aventura: hacer la película. Aventura mayor y de infinita osadía, si se considera que el cine carece de toda protección en el país y que, en las actuales circunstancias, resulta prácticamente imposible recuperar en el mercado interno los costos de producción. Todas las demás aventuras –las pequeñas, las de un guión poco elaborado las de un rodaje incierto, las de un compaginación irreflexiva- fueron prevenidas o neutralizadas por Caiozzi mediante una programación cuidadosa que no dejó cabo por atar. Probablemente nunca la distancia entre lo que se quiso hacer y el resultado fue tan estrecha en el cine chileno como en “Julio comienza en julio”. La formación de Caiozzi –Bachellor of Arts en EEUU con mención en cine y TV y director de fotografía y cámara de trece largometrajes a partir de 1969- no es ajeno a este esmero.

Tampoco lo es la subida relación entre las tomas que fueron filmadas y las que contiene la edición final de la película: doce y media a una. Es una proporción respetable en cualquier cinematografía. Pero lo importante es que Caiozzi, pues, no se hizo problema para volver a rodar cada vez que no se sintió seguro. Pudo hacerlo porque estaba utilizando un material barato: películas de 16 mm y en blanco y negro, posteriormente ampliado y virado al sepia. Y, sobre todo, porque es un realizador animado por un profundo respeto por su oficio.

La madurez artesanal de este filme, su intención narrativa más que sus resultados en este plano –porque la estructura del relato ofrece reparos-, la nitidez de sus objetivos y la limpieza de sus medios, so moral estética, en dos palabras, lo convierte en un aporte enriquecedor al cine chileno. Es, además, el primer estreno en 5 años. Y también una obra que propone bases legítimas para el trabajo cinematográfico.

La santidad formal de las imágenes, el aprecio por lo que son y lo que valen, no conduce necesariamente al gran cine. Pero es impensable una cinematografía de verdad si no se sabe respetar la imagen, de la misma manera como es inconcebible una literatura que desprecie la palabra.

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