Pobre argumento y confusa dirección: “La caleta olvidada”
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ESPERABAMOS con explicable ansiedad el estreno en Santiago de la película chilena “La caleta olvidada”, imaginándonos que, si la firma productora se decidió a llevarla al torne internacional de Cannes, la cinta registraría méritos suficientes para colocarla en un destacado  plano de realización artística, inferior, por supuesto, al de las muestras de los países que más se distinguen en el cultivo del séptimo arte, pero, de todos modos, abundante en intenciones y hallazgos felices.

Desgraciadamente, “La caleta olvidada” sólo muestra el primero de nuestros presentimientos; las buenas intenciones; pero nada más, ya que su realización es lamentable, debido a la falta de unidad en el desarrollo del asunto y a la inconsistencia de su pobre argumento.

Utilizando en lo formal el procedimiento del neorrealismo italiano, el argumentista y director, Bruno Gebel, ha intentado mostrar el pequeño mundo en que viven los pescadores afincados desde hace un siglo en Horcón, la caleta escondida bajo el lomaje de los cerros que se extienden entre Las Ventanas de Quintero y Maitencillo; sitio preñado de sugerencias artísticas por la belleza natural de su playa, la nota pintoresca de su caserío y las viejas costumbres que conservan sus pobladores. Pero los atractivos del hermoso paraje no han sido aprovechados, salvo en muy contadas tomas, porque el film carece de ordenación, de planeamiento y de estilo.

Repitiendo un poco por aquí y otro poco por allá “close-up” de caracterizados rostros de auténticos pescadores, intentando algunas pinceladas realistas y episódicas escenas de fervor religioso en una ermita, Bruno Gebel pretende infundir plástica al film, pero se estrella con la flaqueza del asunto, cuya falta de interés se vuelve abrumadora para el espectador.

A los veinte minutos de proyección se advierte que las manos del director están embrolladas en un cúmulo de sucesos que no sabe alinear, y que, por lo mismo, se muestran faltos de coherencia.

Perdidos en este laberinto de vaciedades, los intérpretes (con excepción de Armando Fenoglio, expresivo, y de Patricia Aguirr, que se salva por obra de su cara bonita) dan todos los demás una penosa impresión de novatos frente a la cámara. La música de fondo de Juan Orrego Salas queda muy por encima de esta aventura cinematográfica que ha de haber ruborizado a los chilenos que se hallaban en Cannes cuando se coló de “pavo” en el último festival.

R. V.

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