Largometrajes chilenos de 1972
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1972 fue un año gris en lo que dice relación con el estreno de largometrajes nacionales.

Al no alcanzar a exhibirse los dos trabajos de mayor aliento concebidos durante el transcurso del año (el último filme de Littin y el alucinante y apocalíptico Realismo Socialista de Ruiz), el público debió conformarse con ver cuatro obras que, con absoluta seguridad, nada agregan a la más reciente historia del cine chileno. Ya no basta con rezar, de Aldo Francia; El primer año, de Patricio Guzmán; El diálogo de América, de Alvaro Covacevich y Operación Alfa, de Enrique Urteaga, no tuvieron otro mérito que el de mantener la continuidad en la producción de nuestra cinematografía. Estos cuatro largos se inscriben en la línea de un cine político que ha renunciado al rigor y a la profundidad, para dejarse seducir por una puerilidad quizá demasiado evidente.

Curiosamente, los cuatro, también, apelan a un cine histórico sin perspectivas. Inspirados en hechos recientes (crisis de la Iglesia Católica: aparición de los curas obreros y de la izquierda cristiana; labor de los primeros doce meses del Gobierno de la Unidad Popular; periplo de Fidel Castro por Chile; asesinato del General Schneider), azotados, cinematográficamente, por ese provincianismo tan caro a nosotros, los cuatro, difícilmente, pueden dar testimonio del llamado «boom» del cine chileno. Del grupo, Ya no basta con rezar es lo más rescatable. Esto no significa que compartamos los entusiasmos de la crítica (excelente, por lo demás) que sobre la película escribió Orlando Walter Muñoz, en Primer Plano N9 3. El segundo largo de Francia, a nuestro leal saber y entender, se ubica muy por debajo de Valparaíso, mi amor y, en definitiva, por su excesivo es­quematismo, su débil guión y su errada puesta en escena, congela la evolución hacia la madurez de uno de los más destacados sostenedores del nuevo cine chileno. Hay que esperar, con confianza, que el próximo filme de Francia coseche todo lo sembrado en la nostalgia y el neorrealismo de las imágenes de Valparaíso.

El primer año, constituyó todo un desencanto. Obra desordenada, políticamente confusa, estirada hasta lo intolerable, reveló a un autor con conocimientos del oficio pero, por el momento, sin inspiración suficiente.

En cuanto al insignificante film de Covacevich, nos remitimos a lo que de él escribiéramos en Primer Plano N9 3. Finalmente, Operación Alfa: su tono de cine publicitario (cuyo supremo pope internacional es Lelouch) hundió en la ineficacia algunos momentos narrativos que poseían cierto interés potencial. Comparado con 1971 (ver el resumen de ese año redactado por Sergio Salinas en Primer Plano N9 2), 1972 resultó ser un año estacionario. Por una parte, en 1971, junto con campear sin prejuicios el cine pacotillero, se estrenó una obra como Voto más fusil, que, frustrada y todo, salvó el año cinematográfico y marcó un instante de reflexión suficientemente importante, dentro del cine social chileno, como para abrir una extensa polémica sobre los alcances del arte político contingente. Aunque Helvio Soto también cayó en la tentación del historicismo sin perspectiva, su filme cobraba prestancia por la intensidad de su alegato ideológico y la calidad de la visualización. Por otro lado, en 1972, si bien nos libramos de la pacotilla y, simultáneamente, fuimos privados de una obra importante, se mantuvo (y esto hay que entenderlo como una suerte de compensación) un nivel de seriedad, ya que ninguna de las cuatro películas reseñadas, por muchos juicios en contra que se les pueda dirigir, caen en el terreno abominable y chabacano que frecuentan nuestras «comedias musicales» o los «westerns camperos». Estas apresuradas líneas dejan afuera el fenómeno más relevante que se produjo en el cine chileno durante 1972: la actividad y el trabajo en torno al cortometraje.

Se trata de un fenómeno com­plejo, disperso, difícil aún de mensurar en toda su amplitud.