«Archipiélago», imagen superpuesta
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Archipiélago (1992)
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Al apagarse las luces se hace necesario borrar toda expectativa. Abrir la mente y dejarse llevar por las imágenes. Sentir, relacionar, imaginar, suponer, completar con el ojo interno. Como si Pablo Perelman, al ponerlo frente a este Archipiélago, le pidiera convertirse también en un realizador. Y escribir, o reescribir, esta obra, con la cámara de su memoria y de su capacidad de sentir.

No hay en ella historia convencional. No hay desarrollo-nudo-desenlace. Aristóteles negado en pro de una narración que se enlaza por asociaciones. Como si al caerse un álbum, desparramando todas las fotos, en el collage producido en el suelo aparecieran imágenes que, aunque en la realidad concreta no pudieron existir, en alguna otra (la imaginaria, la paralela, la de las fantasías recónditas) eran aún más vibrantes, más persistentes.

Pero un archipiélago -este de Perelman– es también un laberinto. ¿Dónde está la orientación del camino?… ¿Se avanza? ¿Se retrocede? ¿Donde está el minotauro? ¿Al final? ¿O quizá al comienzo, motor primitivo de todo el lance?

La segunda película de Pablo Perelman (Imagen latente) tiene esa atmósfera. Aquella de la secreta ruta donde muchos caminos confluyen. Su Archipiélago, es el lugar donde los tiempos y los personajes se confunden en la misma cara enjuta, tostada, cálida y expresiva de Héctor Noguera. Si se pudiera hablar de cine de cámara, esta película pertenecería, seguramente, a ese género. Si se pudiera hablar de cine de actor, también ese sería un epíteto adecuado.

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Un arquitecto, un misionero. Una bala metida en el centro de la frente. Una casa allanada. Muertos. Los viejos conquistadores; y los nuevos, de ojos rasgados. Una tribu de indios nómadas, la persecución, la muerte. Los cadáveres apilados.

No es gratuita esta escritura -la de este texto- dividida por tanto punto seguido. Corresponde, en cierto sentido, a la escritura fílmica que estructura con sus imágenes Perelman. Trozos de realidades que, no como un rompecabezas sino más bien como un caleidoscopio, organizaran a tropezones finalmente un dibujo oscuro, siniestro. Iluminado sólo por la cegadora luz de la muerte.

La historia, o las historias, no se arman en la pantalla, sino en la mente del espectador. No hay una trama unívoca… Hay tantas como desee quien ve la película. Los elementos de estas situaciones aparecen, algunos más, otros menos, claros.

Si bien el relato así construido fluye en gran parte del filme, en otras se entrampa y se enripia. Los escasos diálogos, centrados en la secuencia del arquitecto con un seminarista, parecen farragosos y hay en ellos una suerte de didactismo, que no sólo hace insoportable al personaje del religioso sino a la situación misma. Porque en esta concatenación de hechos que se hilan, la palabra sobra. Con ella el filme pierde lo que gana en sutileza, en muchos otros momentos. En cambio, la voz del protagonista (que casi siempre es un pensamiento manifestado en breves frases, muchas de ellas violentas) no sólo funciona, sino es significante del proceso interior de este moribundo que se niega a soltar el cable que lo ata a tierra. En ese mismo sentido, la música (Jaime de Aguirre) tampoco da la dimensión sonora que el estilo de Perelman precisaba.

Perelman precisaba y sí encontró, en su viaje de 80 minutos, los actores exactos para un juego donde el único personaje con volumen es el de Noguera (en la que podría considerarse como la mejor actuación de su carrera). El resto, sólo fantasmas, figuras que pasan y que, incluso, pueden ser intercambiadas. Perelman también encontró los técnicos y artistas precisos: Gastón Roca en la cámara, creando un mundo de retazos. Juan Carlos Castillo, que dio realidad a las fotos del padre Gusinde sobre los indios selknam. Margarita Marchi y Amanda Jara, que vistieron y maquillaron, en un gran y detallista trabajo, a los 18 personajes. Detrás de la cámara, 19 personas moviéndose en el sigilo, creando junto al director este Archipiélago donde más vale perderse, para volver a encontrarse en la figura de Noguera de pie sobre la chalana que recorre, quizá para siempre, los pasadizos de Chiloé.