Aquí no ha pasado nada: los que siempre ganan
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Cuando se anunció la realización de esta película, con mucho ahínco en que era una reacción al caso de Martín Larraín y su descarada impunidad tras matar borracho a un hombre arriba de su auto, daba para pensar que el resultado estaría muy cercano a un proselitismo en contra de la justicia sometida al poder económico. Hay que decir con mucho entusiasmo que el resultado final va mucho más allá de eso.

De hecho, Aquí no ha pasado nada rechaza de entrada el mote de “basado en un caso real”, para más bien inspirarse y construir una película que ambiciona ser un retrato de clase, con una fuerte acidez y un ritmo magnético gracias a diálogos que suenan siempre naturales, junto a una fotografía y a un montaje dinámico y eficaz. Arrojando, finalmente, un filme despojado de toda la parsimonia que abundaban en sus primeras dos películas. Un camino que, en todo caso, ya habíamos visto tomar en Matar a un hombre, su anterior trabajo.

La diferencia (y podríamos decir también el avance) es que en esta oportunidad Fernández está menos preocupado de los golpes de efecto que hacían de Matar a un hombre un relato más genérico, pero que, a la vez, evidenciaba por momentos demasiado su intención de denuncia. En Aquí no ha pasado nada la acumulación y la reiteración van pulcra y finamente construyendo un ambiente, una coherencia que es certera en expresar algo que flota en estos turbios aires de hoy: si estás en la elite económica chilena estás totalmente blindado, incluso si matas a alguien. Y aquí hay otra relación con Matar a un hombre, en cuanto a remarcar que lo legal no necesariamente es justicia. Lo legal es lo que el poder económico señala como modelo a seguir, uno que obviamente, lo mantiene incólume.

Lo astuto del filme es que se evita el discurso de brocha gorda al instalar la trama en torno a Vicente Maldonado (Agustín Silva). Él no es el que maneja el auto, sino que es el que va a  en el asiento de atrás, besuquéandose con dos chicas que ha conocido en carretes interminables en Zapallar, lugar donde vacaciona junto a sus padres. Así, cuando el atropello efectivamente ocurre, él ni siquiera se da cuenta. Sólo recién cuando ya los carabineros intervienen es que comienza a darse cuenta que sus amigos no son tan amigos.

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Tras ese hecho, el filme toma un rumbo inesperado, porque no entra ni directa, ni profundamente en el conflicto judicial, ni siquiera familiar. Sino que continúa con algo que perfila desde un inicio: la insensibilidad de una juventud nacida en cuna de oro, ya que el carrete igualmente continúa. El peso de la conciencia es algo demasiado liviano y transitorio.

Así, las drogas, el alcohol, el sexo rápido y a la mano, en este caso, no son evasiones de la realidad, sino que elementos que complementan una vida en donde lo que esté afuera de este dorado círculo social que frecuentan poco y nada importa. Todo es superable. Ni siquiera una muerte, ni siquiera una realidad que podría enjuiciarlos. Todo en verdad puede ser barrido debajo de la alfombra, por eso están donde están. Para eso sirve la familia a la que pertenecen, para eso tienen los amigos que tienen.

Son esas conclusiones, duras, toscas y certeras, las que hacen de Aquí no ha pasado nada una película valiosa en su lectura de este grupo de jóvenes que incluso llegan a pensar que de seguro “Dios es cuico”. Y no es absurdo que lo crean, porque ni siquiera matar a alguien los pone en peligro. ¿La conciencia? Nada que el tiempo y una estadía en el extranjero pueda borrar. Solo aguantar por un tiempo un chaparrón venido de las redes sociales, un poco de reto de los padres. Y el temor, lo verdaderamente terrorífico que entremedio plantea la película, es que son estos jóvenes los que después mandarán en este país.

Es, finalmente, la sutileza dramática y la solidez narrativa la que llevan a este filme a ser un certero retrato social y de época. Sin duda, de los mejores que el cine chileno reciente ha hecho en torno a la clase alta. Y su triunfo está en que todo lo que en esta reseña se ha concluido no se dice frontalmente, sino que todo va apareciendo bajo símbolos, escenas y acciones que en su total construyen estos sentidos. Todo a bordo de una cámara testigo, que parece sencilla, pero que toma los tiempos y la distancia exactas para no involucrarse tanto con los personajes, ni tampoco para dejarlos tan alejados del espectador. Son pedazos de realidades que conocemos muy bien hoy.

Así, Fernández es muy consciente que el mejor cine no es el que lleva de la mano al espectador, sino el que lo invite a sumergirse en sentidos y vivencias que hagan correr el velo que la misma época que vivimos se esfuerza en ocultar.