Historia de una mujer fiel del puerto de Valparaíso contada por un ladrón arrepentido, ese es el título completo del primer largometraje filmado en Chile por la porteña Valeria Sarmiento, la más destacada de las realizadoras nacionales.
Se trata, antes que cualquier otra cosa, de un homenaje a su ciudad natal, sin duda la más fotogénica de todo Chile. Eso asegura que el ojo tendrá donde refocilarse, más aun si se trata de una co-producción francesa, que asegura una plataforma técnica y estética de gran solidez. Nada de esto defrauda. Pero hay más ingredientes para abrir el apetito: un guión firmado por la realizadora junto a su marido Raúl Ruiz, una reconstrucción de época espléndida y una pareja de estrellas internacionales de probado atractivo. Tampoco aquí defrauda la película.
Sarmiento y Ruiz construyen una operación post-moderna perfecta. La historia es delirante y disparatada, pero envuelta por la tradición del melodrama latinoamericano, enriquecida por motivos folclóricos y enmarcada por una narración oral que permite amalgamar, con gran habilidad, lo realista y lo maravilloso. Dos hermanas solteronas y distinguidas, una bella (Laura del Sol) y una fea (Laura Benson), coja y loca, que se casa con el galán (Franco Nero), aun sabiendo que él estaba destinado a la hermana. Un ladrón que se redime por admiración, una mala chica que se porta bien, un lúbrico amigo del padre fallecido, una niña cruel con sus muñecas, un niño sin padre, una sirvienta desmemoriada, un fantasma que nunca se ve, una leyenda urbana, la muerte que ronda por años en espera de su presa y la inevitable desdicha que castiga a todo amor puro y generoso.
Que tales ingredientes funcionen en forma convincente es ya una prueba de la maestría narrativa de Sarmiento. Pero hay que agregar la dirección de un reparto perfecto, en el que intérpretes extranjeros y nacionales se nivelan con total fluidez, llegando al virtuosismo de algunos secundarios episódicos, como José Soza o Claudia di Girolamo, que no se roban la película simplemente porque la directora no se los permite. Quizás el único que está bajo el nivel de la excelencia sea el italiano Nero, que nunca fue un gran actor y que acá tampoco tiene posibilidades mayores. Su personaje es la tipología del hombre débil e irresoluto que tan a menudo es posible encontrar en el cine femenino. Pero en ningún caso esta consideración estropea el conjunto del relato, siempre manejado con mano segura e inteligente.
Difícil es encontrar alguna escena que no funcione, algún ambiente que rechace a los personajes o algún diálogo que se exceda en sus posibilidades. Valparaíso está exhibido con admiración, pero sin desvirtuar el relato hacia una suerte de ilustración turística o de citación puramente personal. Ciudad e historia son una entidad única, como la que suele producirse en aquellos grandes delirios imaginativos en los que una urbe posee responsabilidades protagónicas. Vértigo puede citarse como el mayor de los ejemplos en este terreno. Desborde de la fantasía, pero encauzado en calles existentes y en ambientes reales, lo que potencia la sugestión atmosférica de un mundo narrado en el que todo es posible.
A este punto, en que la excelencia formal pareciera desbordarse hacia las alturas de una obra mayor, es cuando Amelia Lopes O’Neill comienza a generar la ingrata sensación de una carencia fundamental para alcanzar ese logro. Y es que la perfección no contiene el fluir intermitente de la vida ficticia, como tampoco de la real. Si se recurre a las formas del melodrama, con el auténtico respeto que Sarmiento exhibe en todo momento (nunca el relato se desvía hacia el ridículo, a pesar del cúmulo improbable de desdichas que abruman a la protagonista), cabría esperar una manipulación de las emociones propias del género. Pero aquí no hay la más leve concesión a ello. Tampoco al humor, lo que podría ser una alternativa. Todo es cerebral y distanciado, bello y frío. Como si la utilización de los recursos narrativos fueran la repetición de un experimento de laboratorio sin explosión final.
El derroche de virtudes en la realización hace en todo momento admirable la contemplación de la película, pero también la hacen difícilmente identificable con los pálpitos románticos posibles de cualquier espectador. Por lo que no nos queda más que contemplar el cálculo programático que hace avanzar las acciones en su desmesura de tristezas infinitas, sin que nos dé ni siquiera un poco de pena.
Puede que las intenciones de la obra hayan sido precisamente esas, a pesar que la materia prima utilizada haya favorecido lo contrario. Para una perspectiva europea, un objeto formal que reproduce los cánones de una corriente periclitada, es sin duda un logro analítico y válido.
Siendo chilenos llorones, imperfectos y proclives a una melancolía sureña, que es también una forma de nuestra vitalidad emocional, puede que nos sintamos muy defraudados con una protagonista demasiado fiel a su precepto de no llorar. Ni siquiera un poquito.